ADRIANZÉN Y LA DIPLOMACIA DE LO PREVISIBLE

El nombramiento de Gustavo Adrianzén como representante permanente del Perú ante la ONU no debería sorprender a nadie. Es la continuación de un guion ya escrito, donde los mismos rostros circulan entre cargos con una naturalidad que raya en el cinismo. El canciller Elmer Schialer lo justificó con el argumento de siempre: experiencia, capacidad, trayectoria. Palabras huecas cuando detrás de ellas solo hay un juego de reposicionamientos políticos, una partida de ajedrez donde las piezas no cambian, solo se mueven de casilla.
Adrianzén llega a la ONU apenas dos semanas después de dejar la PCM, un cargo que ocupó en medio de una crisis política y social que no supo o no quiso gestionar. Su renuncia no fue un acto de responsabilidad, sino un movimiento táctico. Ahora, en lugar de asumir las consecuencias de su breve pero cuestionado paso por el gabinete, recibe un premio: una embajada clave, un puesto de prestigio internacional. ¿Es esto meritocracia o simple compensación por lealtad? La respuesta parece obvia.
Lo más preocupante no es solo la designación en sí, sino el patrón que revela. Dina Boluarte ha convertido el reciclaje de exministros en una política de Estado. No importa si su gestión fue mediocre, si dejaron investigaciones pendientes o si su salida estuvo marcada por el descrédito. Lo que importa es la fidelidad, la conveniencia, el cálculo cortoplacista. Adrianzén es el cuarto exministro reubicado en un puesto estratégico, una muestra más de que este gobierno carece de renovación y, peor aún, de autocrítica.
Schialer insiste en que Adrianzén tiene "formación en aspectos multilaterales", como si eso bastara para limpiar su corto y gris historial al frente de la PCM. Pero la diplomacia no es solo técnica; es también ética, coherencia y credibilidad. ¿Qué mensaje envía el Perú al mundo cuando su representante ante la ONU es un político que no logró consolidarse ni siquiera en el ámbito local? La ONU es un espacio complejo, donde las agendas globales exigen solidez y autoridad moral. Adrianzén, en cambio, llega con la sombra de un gobierno fracturado y una legitimidad en entredicho.
Detrás de este nombramiento hay otra señal alarmante: la opacidad. La PCM modificó su agenda para omitir inicialmente el nombre de Adrianzén, como si supieran que la decisión generaría escozor. No hubo transparencia, ni debate público, solo un trámite rápido y unánime en el Consejo de Ministros. Así se toman las decisiones importantes: entre bambalinas, lejos del escrutinio ciudadano.
El Perú merece una diplomacia profesional, no un refugio para políticos en standby. Lo ocurrido con Adrianzén no es un caso aislado; es el síntoma de un sistema que premia la lealtad antes que el mérito, que recicla elites en lugar de renovarlas. Mientras tanto, el país sigue esperando una verdadera clase dirigente, una que no necesite esconderse detrás de cargos internacionales para eludir sus responsabilidades. Esta no es diplomacia; es puro teatro. Y el único papel que parece repetirse es el de la impunidad disfrazada de continuidad.

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