PEDRO CASTILLO Y LA BATALLA LEGAL EN LA CIDH
Desde que Pedro Castillo fue detenido tras su fallido intento de disolver el Congreso, su caso ha estado marcado por la polarización. Ahora, su defensa busca en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) lo que no ha conseguido en Perú: su libertad bajo vigilancia electrónica. El argumento central es que se trata de un preso político, víctima de un proceso viciado. Sin embargo, más allá del discurso victimista, hay que preguntarse si esta estrategia busca justicia o simplemente evadir la responsabilidad penal.
Carlos Perea Pasquel, su abogado, insiste en que no hay pruebas concretas de rebelión como armas o un plan estructurado y denuncia un "sesgo político" en las resoluciones judiciales. Es cierto que el delito de rebelión exige elementos que, hasta ahora, parecen difusos. Pero reducir todo a una persecución política es simplista. Castillo no fue detenido por sus ideas, sino por acciones concretas: un mensaje televisado desconociendo al Parlamento y ordenando intervenir instituciones, un claro quebrantamiento del orden constitucional. Que no haya armas no significa que no hubiera intención de alterar el sistema democrático.
La defensa alega que han agotado todas las vías nacionales, pero esto no es sinónimo de inocencia. En Perú, los procesos suelen dilatarse, pero también es cierto que la prisión preventiva se aplica cuando hay riesgo de fuga u obstrucción a la justicia. Castillo, como expresidente, tiene influencia y recursos; liberarlo podría entorpecer las investigaciones. Su ofrecimiento de colaborar con vigilancia electrónica suena bien en teoría, pero la justicia peruana tiene razones para desconfiar: su gobierno estuvo plagado de ineptitud, corrupción y enfrentamientos con otras instituciones.
El recurso a la CIDH no es neutral. Es una jugada política que busca internacionalizar el conflicto, presentando a Castillo como mártir ante una audiencia global que desconoce los matices del caso. Si la Corte Interamericana interviene, podría sentar un precedente peligroso: que cualquier líder acusado de corrupción o abuso de poder se declare perseguido y apele a instancias internacionales para eludir la justicia de su país.
Pero hay algo más preocupante: la doble moral de quienes hoy defienden a Castillo. Muchos de sus aliados, que durante años denunciaron la injerencia de organismos internacionales en la soberanía peruana, ahora claman por su intervención. Es el mismo juego de intereses que ha desgastado la política peruana: las reglas solo importan cuando benefician al propio bando.
La CIDH debe actuar con cautela. No puede convertirse en un tribunal de apelación para políticos que pierden batallas legales en sus países. Si hay irregularidades en el proceso, debe exigirse su corrección, pero no ignorar los hechos. Castillo no es un disidente encarcelado por pensar distinto; es un expresidente que intentó perpetuarse en el poder saltándose la ley. La justicia no puede condicionarse a simpatías ideológicas.
El desenlace de este caso definirá no solo el futuro de Castillo, sino la credibilidad de la justicia peruana. Si la CIDH ordena su liberación, se interpretará como un triunfo del lobbying político sobre el Estado de derecho. Si no lo hace, quedará claro que ni la retórica victimista ni los foros internacionales pueden blanquear actos inconstitucionales. La democracia no se defiende con discursos, sino con hechos. Y los hechos, hasta ahora, condenan a Castillo.
Carlos Perea Pasquel, su abogado, insiste en que no hay pruebas concretas de rebelión como armas o un plan estructurado y denuncia un "sesgo político" en las resoluciones judiciales. Es cierto que el delito de rebelión exige elementos que, hasta ahora, parecen difusos. Pero reducir todo a una persecución política es simplista. Castillo no fue detenido por sus ideas, sino por acciones concretas: un mensaje televisado desconociendo al Parlamento y ordenando intervenir instituciones, un claro quebrantamiento del orden constitucional. Que no haya armas no significa que no hubiera intención de alterar el sistema democrático.
La defensa alega que han agotado todas las vías nacionales, pero esto no es sinónimo de inocencia. En Perú, los procesos suelen dilatarse, pero también es cierto que la prisión preventiva se aplica cuando hay riesgo de fuga u obstrucción a la justicia. Castillo, como expresidente, tiene influencia y recursos; liberarlo podría entorpecer las investigaciones. Su ofrecimiento de colaborar con vigilancia electrónica suena bien en teoría, pero la justicia peruana tiene razones para desconfiar: su gobierno estuvo plagado de ineptitud, corrupción y enfrentamientos con otras instituciones.
El recurso a la CIDH no es neutral. Es una jugada política que busca internacionalizar el conflicto, presentando a Castillo como mártir ante una audiencia global que desconoce los matices del caso. Si la Corte Interamericana interviene, podría sentar un precedente peligroso: que cualquier líder acusado de corrupción o abuso de poder se declare perseguido y apele a instancias internacionales para eludir la justicia de su país.
Pero hay algo más preocupante: la doble moral de quienes hoy defienden a Castillo. Muchos de sus aliados, que durante años denunciaron la injerencia de organismos internacionales en la soberanía peruana, ahora claman por su intervención. Es el mismo juego de intereses que ha desgastado la política peruana: las reglas solo importan cuando benefician al propio bando.
La CIDH debe actuar con cautela. No puede convertirse en un tribunal de apelación para políticos que pierden batallas legales en sus países. Si hay irregularidades en el proceso, debe exigirse su corrección, pero no ignorar los hechos. Castillo no es un disidente encarcelado por pensar distinto; es un expresidente que intentó perpetuarse en el poder saltándose la ley. La justicia no puede condicionarse a simpatías ideológicas.
El desenlace de este caso definirá no solo el futuro de Castillo, sino la credibilidad de la justicia peruana. Si la CIDH ordena su liberación, se interpretará como un triunfo del lobbying político sobre el Estado de derecho. Si no lo hace, quedará claro que ni la retórica victimista ni los foros internacionales pueden blanquear actos inconstitucionales. La democracia no se defiende con discursos, sino con hechos. Y los hechos, hasta ahora, condenan a Castillo.
Comentarios
Publicar un comentario