EL HOMBRE QUE DESAFIÓ EL PODER SIN DEJAR DE SER HUMANO
La muerte de José "Pepe" Mujica cierra el capítulo de uno de los políticos más contradictorios y auténticos de América Latina. Un exguerrillero que terminó gobernando desde la modestia, un revolucionario que abrazó la democracia, un presidente pobre que rechazaba ese título. Su vida fue un desafío constante a las convenciones del poder, pero también una demostración de que, incluso en la política, la coherencia personal no tiene por qué ser una utopía.
Mujica no solo sorprendió al mundo por vivir en una chacra humilde o donar el 90% de su sueldo. Lo hizo porque demostró que un presidente podía ser, ante todo, una persona. Mientras otros mandatarios se escondían tras protocolos y discursos calculados, él ofrecía whisky en vasos lavados por sus propias manos, conducía su escarabajo destartalado y hablaba de la muerte con la misma naturalidad con que otros hablan del clima. Esa humanidad, tan ausente en la política contemporánea, fue su mayor revolución. Pero también su mayor contradicción: ¿Cómo conciliar esa sencillez personal con las complejidades de gobernar?
Su legado político es tan tangible como ambiguo. Bajo su mandato, Uruguay legalizó el matrimonio igualitario, despenalizó el aborto y reguló el mercado de marihuana con un pragmatismo inusual en la región. La economía creció, pero también el gasto público. Criticó el consumismo desde la presidencia, pero su país siguió inserto en el sistema capitalista que denostaba. Fue un socialista que mantuvo distancias con el chavismo, un exguerrillero que terminó negociando con empresarios, un idealista cuyos mayores logros llegaron mediante acuerdos parlamentarios. Esta capacidad para navegar entre ideales y realidades "la realidad es terca", repetía fue quizás su mayor enseñanza para una izquierda latinoamericana que suele confundir la terquedad con la virtud.
La paradoja final de Mujica es que, pese a rechazar los elogios internacionales, terminó convertido en un ícono global. El mundo celebró en él lo que ya no esperaba de sus políticos: autenticidad. Pero en ese fervor hubo algo de hipocresía. Mientras medios extranjeros lo llamaban "el presidente más pobre", muchos uruguayos recordaban que seguía siendo un productor agrícola con tierras y que su estilo de vida, aunque austero, era una elección, no una necesidad. El mismo hombre que cautivó al mundo con su discurso en Río+20 sobre la felicidad humana era capaz de llamar "vieja" a Cristina Fernández o insultar a directivos de la FIFA con la crudeza de un vecino de bar. Esa falta de filtro, que lo hacía tan genuino, también revelaba los límites de su filosofía: la política no puede ser solo sinceridad; exige también templanza.
Ahora que ha muerto, quedan sus palabras sobre la muerte misma: "Acéptala como los bichos del monte". Mujica se va en el momento justo: cuando su movimiento político logra su mayor victoria electoral sin necesidad de su figura, cuando América Latina oscila entre nostalgia izquierdista y giros conservadores, cuando el mundo necesita recordar que otra política es posible. No fue un santo ni un revolucionario perfecto, pero demostró que se puede gobernar sin perderse a uno mismo. En una era de líderes cada vez más distantes de sus pueblos, esa enseñanza vale más que cualquier legado legislativo. El whisky se acaba, los vasos quedan vacíos, pero la charla como sus ideas sigue abierta.
Mujica no solo sorprendió al mundo por vivir en una chacra humilde o donar el 90% de su sueldo. Lo hizo porque demostró que un presidente podía ser, ante todo, una persona. Mientras otros mandatarios se escondían tras protocolos y discursos calculados, él ofrecía whisky en vasos lavados por sus propias manos, conducía su escarabajo destartalado y hablaba de la muerte con la misma naturalidad con que otros hablan del clima. Esa humanidad, tan ausente en la política contemporánea, fue su mayor revolución. Pero también su mayor contradicción: ¿Cómo conciliar esa sencillez personal con las complejidades de gobernar?
Su legado político es tan tangible como ambiguo. Bajo su mandato, Uruguay legalizó el matrimonio igualitario, despenalizó el aborto y reguló el mercado de marihuana con un pragmatismo inusual en la región. La economía creció, pero también el gasto público. Criticó el consumismo desde la presidencia, pero su país siguió inserto en el sistema capitalista que denostaba. Fue un socialista que mantuvo distancias con el chavismo, un exguerrillero que terminó negociando con empresarios, un idealista cuyos mayores logros llegaron mediante acuerdos parlamentarios. Esta capacidad para navegar entre ideales y realidades "la realidad es terca", repetía fue quizás su mayor enseñanza para una izquierda latinoamericana que suele confundir la terquedad con la virtud.
La paradoja final de Mujica es que, pese a rechazar los elogios internacionales, terminó convertido en un ícono global. El mundo celebró en él lo que ya no esperaba de sus políticos: autenticidad. Pero en ese fervor hubo algo de hipocresía. Mientras medios extranjeros lo llamaban "el presidente más pobre", muchos uruguayos recordaban que seguía siendo un productor agrícola con tierras y que su estilo de vida, aunque austero, era una elección, no una necesidad. El mismo hombre que cautivó al mundo con su discurso en Río+20 sobre la felicidad humana era capaz de llamar "vieja" a Cristina Fernández o insultar a directivos de la FIFA con la crudeza de un vecino de bar. Esa falta de filtro, que lo hacía tan genuino, también revelaba los límites de su filosofía: la política no puede ser solo sinceridad; exige también templanza.
Ahora que ha muerto, quedan sus palabras sobre la muerte misma: "Acéptala como los bichos del monte". Mujica se va en el momento justo: cuando su movimiento político logra su mayor victoria electoral sin necesidad de su figura, cuando América Latina oscila entre nostalgia izquierdista y giros conservadores, cuando el mundo necesita recordar que otra política es posible. No fue un santo ni un revolucionario perfecto, pero demostró que se puede gobernar sin perderse a uno mismo. En una era de líderes cada vez más distantes de sus pueblos, esa enseñanza vale más que cualquier legado legislativo. El whisky se acaba, los vasos quedan vacíos, pero la charla como sus ideas sigue abierta.
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