EL LEGADO DE FRANCISCO Y EL FANTASMA DEL RETROCESO
El Vaticano se encuentra nuevamente ante un momento trascendental que marcará el rumbo de la Iglesia Católica para las próximas décadas: la elección de un nuevo Papa. Este proceso, tan envuelto en tradición como en complejidades políticas internas, despierta siempre una mezcla de expectación, esperanza y temor. Esperanza para quienes ven en este cambio la posibilidad de continuar con las reformas iniciadas por el Papa Francisco; temor para aquellos que vislumbran un eventual retroceso hacia posturas más conservadoras que ignoren los desafíos reales del mundo contemporáneo. Y expectación, por supuesto, para millones de católicos que comprenden la magnitud espiritual y simbólica del evento.
La elección del nuevo pontífice se realiza en el Cónclave, una reunión exclusiva del Colegio de Cardenales, compuesto por aquellos que no hayan alcanzado los 80 años de edad al inicio del proceso. Actualmente, se estima que alrededor de 120 cardenales tienen derecho a voto. Este número puede variar ligeramente por fallecimientos o nuevas designaciones, pero ese es el límite establecido por Juan Pablo II en la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, ratificada con algunas modificaciones por Benedicto XVI. Los cardenales electores se encierran en la Capilla Sixtina, y durante ese aislamiento votan hasta que uno de los candidatos reciba al menos dos tercios de los votos, lo que representa un mínimo de 80 en la configuración actual.
Ahora bien, más allá del protocolo, lo que realmente está en juego en esta elección es el alma política, pastoral y espiritual de la Iglesia Católica. Durante los últimos años, el Papa Francisco ha encarnado una figura disruptiva dentro del Vaticano. Su liderazgo ha sido profundamente reformador, no sólo en términos administrativos, sino, sobre todo, en su acercamiento pastoral hacia los excluidos, su insistencia en una Iglesia que “huele a oveja” y su crítica constante a los excesos del clericalismo y del poder económico dentro y fuera de la institución. Su encíclica Fratelli tutti, su llamado a una economía con rostro humano, su posicionamiento frente al cambio climático y su apertura hacia temas socialmente sensibles como la homosexualidad, el papel de la mujer o la justicia para los migrantes, han convertido a Francisco en un Papa profundamente incómodo para los sectores conservadores del clero. Y, sin embargo, también ha sido, para muchos jóvenes, marginados y no creyentes, el rostro más amable y auténtico del catolicismo en el siglo XXI.
Con esto en mente, la elección del nuevo Papa no es simplemente un acto ceremonial. Es una elección que definirá si el Vaticano opta por la continuidad del legado franciscano o si prefiere cerrar filas, replegarse en posiciones de defensa institucional y mirar al pasado en busca de una supuesta pureza doctrinal perdida. Este es el dilema central que sobrevuela la próxima elección. Y los nombres que suenan como posibles papables reflejan con nitidez esa tensión.
Entre los favoritos para suceder a Francisco se encuentran figuras como el cardenal Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia, miembro de la Comunidad de Sant’Egidio y cercano al estilo pastoral de Francisco. Su perfil conciliador, su enfoque sobre los pobres, la paz y el diálogo interreligioso, y su papel mediador en conflictos como el de Ucrania, lo convierten en un fuerte candidato de continuidad. Otro nombre mencionado con frecuencia es el del cardenal Jean-Claude Hollerich, arzobispo de Luxemburgo y relator general del Sínodo sobre la Sinodalidad, un proceso clave impulsado por Francisco para transformar la forma en que la Iglesia se relaciona con sus fieles. Hollerich ha mostrado una apertura significativa en cuestiones como la homosexualidad y ha defendido una Iglesia más democrática en su funcionamiento interno.
Del otro lado del espectro, también hay cardenales que podrían representar un viraje hacia posturas más tradicionales. El cardenal Robert Sarah, guineano y ex prefecto de la Congregación para el Culto Divino, es uno de los principales representantes del ala conservadora. Su visión litúrgica, su crítica a lo que considera excesos del modernismo y su énfasis en una espiritualidad vertical, centrada en el sacrificio y la obediencia, lo perfilan como un líder que podría revertir parte de las reformas iniciadas por Francisco. Otro nombre mencionado es el del cardenal Raymond Burke, aunque su confrontación directa con Francisco y su edad avanzada lo hacen menos viable, a pesar del apoyo que aún conserva en sectores ultraconservadores del catolicismo estadounidense.
La elección del nuevo Papa, entonces, no será solamente una competencia entre personas, sino entre modelos eclesiales profundamente distintos. En este contexto, la gran pregunta que muchos se hacen es si el próximo pontífice podrá o querrá continuar el camino de modernización que ha marcado la década del Papa Francisco. Una respuesta afirmativa no es imposible. Francisco ha sido hábil en nombrar cardenales afines a su visión, diversificando el Colegio Cardenalicio con voces del Sur Global, con menos presencia europea que en el pasado, y con una notable pluralidad cultural. Hoy hay cardenales de Mongolia, Panamá, Timor Oriental, Tailandia, Sudán del Sur, entre otros países poco representados históricamente. Este cambio, más que simbólico, expresa una voluntad de descentralización que busca alejar a la Iglesia de una visión eurocéntrica y abrirla a los desafíos del mundo global.
Sin embargo, esta misma diversidad también introduce un factor de imprevisibilidad. El voto secreto y el hecho de que muchos de los nuevos cardenales aún no tienen vínculos fuertes dentro de la Curia Romana hace que sus preferencias no sean siempre claras. Existe el riesgo, por tanto, de que se elija un candidato considerado “de consenso”, que logre unir a los sectores más opuestos, pero que, en la práctica, termine diluyendo el ímpetu reformista en aras de una aparente armonía. En ese caso, más que un Papa progresista o conservador, podríamos ver emerger un Papa “neutral”, que administre el legado sin alterarlo, pero también sin profundizarlo.
De no continuar el legado de Francisco, lo que podría estar en juego no es simplemente una serie de reformas pastorales, sino la imagen misma de la Iglesia en el siglo XXI. La modernización católica no es un capricho progresista, sino una necesidad urgente frente a una realidad eclesial que pierde fieles cada año, especialmente en Occidente, y que debe dar respuestas creíbles frente a crisis como los abusos sexuales, la desigualdad global, la emergencia climática y el papel de la mujer en la institución. Retroceder en estos temas no sólo sería un error estratégico, sino también una traición al espíritu evangélico que ha querido recuperar Francisco: el de una Iglesia que acompaña, que escucha, que se encarna en las heridas del mundo.
La elección del nuevo Papa, entonces, es también una elección sobre qué Iglesia queremos construir. Una Iglesia cerrada sobre sí misma, preocupada por su pureza doctrinal, sus ritos y su poder interno; o una Iglesia abierta, peregrina, comprometida con los dolores del mundo, que no teme ensuciarse en la calle ni dialogar con quien piensa distinto. Esta elección marcará no sólo la estructura del Vaticano, sino también el horizonte espiritual de millones de creyentes y no creyentes que, en este siglo turbulento, aún miran hacia Roma con la esperanza de encontrar una voz diferente.
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