LA CAÍDA DE OLLANTA HUMALA Y EL MENSAJE CONTRA LA IMPUNIDAD
La reciente sentencia contra Ollanta Humala y Nadine Heredia representa un punto de quiebre en la historia judicial y política del Perú. No solo por tratarse de una condena sin precedentes contra una expareja presidencial, sino porque marca un antes y un después en la lucha contra la corrupción de alta esfera. Este fallo, que también alcanza a personas del entorno cercano de los sentenciados, desmantela el mito de que el poder puede blindarse indefinidamente frente a la justicia. La contundencia de la resolución judicial, sustentada en una investigación fiscal de largo aliento, nos interpela como sociedad: no solo por la gravedad de los delitos imputados, sino porque pone en evidencia cuánto hemos tolerado y normalizado la impunidad en nombre de discursos políticos vacíos.
El caso Humala-Heredia desnuda las contradicciones de un proyecto político que se presentó como alternativa moral al viejo orden. Bajo el ropaje del nacionalismo y el progresismo, lo que operó fue una maquinaria electoral financiada con dinero ilícito. La sentencia no deja lugar a interpretaciones blandas: los fondos con los que se solventaron las campañas de 2006 y 2011 provinieron de fuentes corruptas, como el gobierno venezolano y la empresa brasileña Odebrecht. Esto no es un simple error contable ni una omisión administrativa. Es una agresión directa a la democracia. El financiamiento ilegal de la política no solo falsea la competencia electoral, sino que pervierte la esencia misma del voto ciudadano. Elegimos candidatos creyendo en sus ideas, pero detrás de sus victorias se esconden pactos oscuros con intereses que nada tienen que ver con el bienestar colectivo.
Durante el juicio se revelaron prácticas alarmantes: entregas de dinero en maletas, depósitos fraccionados, contratos simulados y triangulaciones diseñadas para ocultar el origen del dinero. No se trató de una improvisación ni de un error aislado, sino de un mecanismo sofisticado y estructurado para lavar activos a gran escala. En ese sentido, la condena judicial es también una narrativa de verdad institucional, una versión oficial que reconoce y sanciona un entramado delictivo. Esta dimensión simbólica es crucial. Por años, la corrupción ha gozado de una suerte de legitimidad social, basada en la resignación o en la comparación con otros escándalos. La justicia, con este fallo, ha decidido cortar esa lógica, imponiendo un nuevo estándar de responsabilidad y legalidad.
La disolución del Partido Nacionalista y de la empresa Todo Graph añade otra capa al mensaje: los partidos no pueden ser refugios para delinquir. El sistema de partidos, en lugar de encauzar la participación democrática, ha servido muchas veces como vehículo de intereses espurios. La justicia ha dejado claro que las organizaciones políticas no están por encima de la ley. La reacción de algunos sectores políticos y mediáticos, que relativizan la condena alegando que otros presidentes “robaron más”, solo refleja la profundidad del problema ético que enfrentamos. El combate contra la corrupción no puede depender de simpatías ideológicas ni del “mal menor”. Cada acto ilícito debe ser sancionado por su propio peso, sin cálculos ni excusas.
La actitud de Nadine Heredia, ausente en la lectura del fallo y ahora con orden de captura, agrava aún más el descrédito. Su huida revela una falta de respeto por el proceso judicial y una desconexión total con el principio de igualdad ante la ley. No es un detalle menor: la justicia solo puede consolidarse si quienes son acusados la enfrentan con responsabilidad y sin privilegios. El simbolismo del caso Humala-Heredia, por tanto, no se limita a lo judicial: es también una lección política y moral. Muestra cómo el poder puede corromper, cómo los ideales pueden vaciarse y cómo las instituciones pueden ser utilizadas para fines personales.
Este fallo no soluciona todos los problemas, pero abre una esperanza. Si la justicia puede alcanzar incluso a quienes parecían intocables, entonces hay un camino, aunque largo y difícil, hacia una política más decente. No se trata solo de castigar, sino de regenerar. Y para eso, se necesita no solo un sistema judicial firme, sino también una ciudadanía vigilante, que entienda que su deber no termina con el voto. La sentencia es un comienzo. Que no sea también un final.
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