LA DEMOCRACIA PERUANA BAJO SOSPECHA
La reciente denuncia del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) contra 32 partidos políticos por presuntas afiliaciones fraudulentas no solo revela un patrón de corrupción institucionalizada, sino que también expone la fragilidad de un sistema democrático capturado por intereses particulares. Según los informes del Reniec, más de 238 mil firmas en los padrones partidarios presentan irregularidades, incluyendo falsificaciones masivas y autorías únicas en miles de registros. Este escándalo no es un hecho aislado: es síntoma de una cultura política que normaliza el fraude como mecanismo de supervivencia partidaria.
El detalle de los casos es alarmante. Partidos como Ciudadanos por el Perú, vinculado al entorno de la presidenta Dina Boluarte, o Perú Primero, liderado por Martín Vizcarra, acumulan miles de firmas cuestionadas, muchas ejecutadas por una misma persona. Pero más grave aún es la presencia de Fuerza Popular, cuya estructura partidaria, supuestamente consolidada, aparece ahora involucrada en la presunta fabricación de más de 2 mil afiliaciones falsas. Que organizaciones con experiencia y recursos recurran a estas prácticas confirma que el problema no es la falta de capacidad, sino la ausencia de ética. La democracia peruana no se erosiona solo por la incompetencia, sino por la deliberada voluntad de burlar las normas.
Lo ocurrido plantea una pregunta incómoda: ¿por qué los partidos insisten en estos métodos? La respuesta es simple: porque el sistema lo permite. Las sanciones, cuando existen, son tardías y poco disuasivas. El JNE ha derivado los casos a la Fiscalía, pero la lentitud de los procesos y la opacidad en su seguimiento generan desconfianza. Además, la proliferación de partidos 43 inscritos para 2026 facilita la dispersión de responsabilidades. No se trata de un problema técnico, sino político: sin voluntad de reformar los mecanismos de fiscalización y sin castigos ejemplares, estos hechos se repetirán. La ciudadanía, una vez más, queda como rehén de una clase política que prioriza su supervivencia sobre la legitimidad democrática.
El desenlace de este escándalo dependerá de si el Estado actúa con firmeza o repite la complacencia habitual. Hasta ahora, la impunidad ha sido la norma. Si las denuncias no derivan en condenas concretas, se enviará el mensaje de que falsear apoyos es un delito sin consecuencias. La democracia no puede reducirse a un trámite manipulado por operadores partidarios. Urge una depuración real, pero, sobre todo, exige que los voteros recuerden y castiguen en las urnas a quienes convierten la política en un juego sucio.
A los que insisten por la reeleción. castigar en las urnas.
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