LENIN EN LA MEMORIA POLÍTICA DEL SIGLO XXI

El 22 de abril de 1870, nació Vladímir Ilich Uliánov, conocido mundialmente como Lenin, una de las figuras más influyentes y controvertidas de la historia política del siglo XX. Su natalicio no solo marca un hito dentro de la historia rusa o soviética, sino que se erige como un símbolo de las tensiones, las esperanzas y las contradicciones que sacudieron los cimientos del orden mundial de su época. Lenin, a través de su obra política y teórica, dejó una huella indeleble en el imaginario colectivo, siendo tanto venerado como condenado. Hoy, su figura sigue viva en los debates ideológicos contemporáneos, en la memoria histórica de los pueblos y en las ruinas simbólicas de un proyecto que intentó cambiar el curso de la humanidad.

Lenin no fue un simple reflejo de su tiempo, sino un auténtico artífice de la historia. Su figura se forjó en una Rusia zarista que se encontraba en un proceso de descomposición, marcada por el atraso feudal, el autoritarismo imperial y una explotación obrera creciente. En ese contexto, Lenin encontró en el marxismo una herramienta para articular las tensiones de su nación. A diferencia de otros pensadores, Lenin no se limitó a seguir las doctrinas de Marx de forma dogmática; comprendió que las ideas por sí solas no eran suficientes para transformar la realidad. De ahí que su pensamiento se haya caracterizado por su pragmatismo y audacia política. A lo largo de su vida, demostró ser un revolucionario estratégico, entendiendo que el cambio radical requería organización, acción y, sobre todo, una profunda conexión con las necesidades urgentes del pueblo.

El pensamiento leninista representó una ruptura con el gradualismo socialdemócrata que predominaba en Europa. Mientras los partidos de la Segunda Internacional se inclinaban hacia un socialismo reformista, Lenin propuso una vía revolucionaria, directa y sin concesiones. Su crítica a los revisionistas, como Eduard Bernstein, y su confrontación con los mencheviques, lo llevaron a proponer la construcción de un partido de vanguardia, altamente centralizado y disciplinado, como la herramienta principal para dirigir la revolución. Su visión del partido como un instrumento de lucha fue crucial para la construcción del poder bolchevique, que no se conformaba con reformas, sino que buscaba una transformación total de la sociedad.

En 1917, Lenin alcanzó el clímax de su carrera política. El derrocamiento del zarismo en febrero de ese año fue el inicio de un proceso revolucionario más profundo, que él entendió rápidamente como una oportunidad para tomar el poder. Su regreso a Rusia y la publicación de las Tesis de Abril marcaron el inicio de una lucha por la toma del poder en nombre de los soviets, los consejos obreros, campesinos y soldados. Su lema, "Paz, pan y tierra", sintetizaba las necesidades más apremiantes del pueblo ruso y su habilidad para traducir esas demandas en un programa revolucionario fue lo que permitió la victoria bolchevique en octubre de 1917. Sin embargo, el poder no trajo consigo la paz prometida. La joven Unión Soviética tuvo que enfrentarse a una guerra civil devastadora, la intervención extranjera y una crisis económica sin precedentes. En ese contexto, Lenin adoptó medidas autoritarias que siguen siendo objeto de debate: la centralización del poder, la supresión de la oposición política y el establecimiento del "Terror Rojo". Mientras algunos justifican estos actos como necesarios en tiempos de guerra, otros los ven como los primeros pasos hacia una deriva totalitaria.

El legado de Lenin no se limita a su acción política, sino que también abarca su pensamiento teórico. Obras como El Estado y la Revolución, ¿Qué hacer?, y La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo siguen siendo leídas y debatidas. En El Estado y la Revolución, Lenin retoma la concepción marxista del Estado como un instrumento de opresión de clase y propone su abolición en favor de un poder obrero. Esta visión radical y rupturista del Estado, en contraste con las propuestas reformistas de otros movimientos obreros europeos, influenció a generaciones de revolucionarios en todo el mundo, desde Mao Zedong hasta Fidel Castro.

No obstante, la figura de Lenin fue también objeto de un culto, especialmente después de su muerte en 1924, cuando su cuerpo fue embalsamado y expuesto en la Plaza Roja, en Moscú. Este proceso de "momificación ideológica" distorsionó su figura original, al transformarlo en un símbolo casi religioso del poder soviético. Este culto, promovido por el Estado, trató de consolidar una interpretación dogmática de su pensamiento, algo que Lenin siempre rechazó en vida. Lenin nunca fue un santo ni un mártir; fue un revolucionario con dudas, contradicciones y, sobre todo, con un profundo compromiso por transformar el mundo.

Hoy, en un mundo donde las ideologías parecen diluirse y el neoliberalismo se presenta como el único destino posible, la figura de Lenin sigue siendo un desafío. Su radicalidad invita a cuestionar el statu quo, a pensar en alternativas y a no rendirse ante la resignación que el "fin de las ideologías" nos impone. Recordar a Lenin en su natalicio no es un acto nostálgico, sino un ejercicio de memoria crítica, una provocación al pensamiento. Su vida y obra nos obligan a reflexionar sobre las contradicciones del mundo actual y, sobre todo, a no conformarnos con el discurso de que no hay otra opción. Lenin no fue un dios ni un demonio, sino un revolucionario cuya lucha por cambiar la historia sigue siendo relevante en tiempos de incertidumbre y crisis global.

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