SIN PRENSA LIBRE, NO HAY PAÍS LIBRE

La democracia, cuando se la entiende en su forma más auténtica, excede con creces el formalismo de las elecciones periódicas o la administración rutinaria de instituciones. Es, por, sobre todo, un pacto social que exige participación crítica, vigilancia constante y una prensa libre que garantice el derecho ciudadano a saber. Por eso, cuando se cercena la libertad de prensa, no estamos frente a una anécdota de política mediática; estamos ante la descomposición misma del orden democrático. No hay democracia real en el silencio impuesto, en el miedo difundido, en la palabra acallada. Solo queda una escenografía vacía, una fachada institucional que esconde, tras su aparente normalidad, la pulsión autoritaria de quienes rehúyen al escrutinio.

En esa comprensión profunda de la democracia, Gustavo Mohme Llona fue un actor central. Fundador y director de La República, dedicó su vida a hacer del periodismo una trinchera ética contra la corrupción, el abuso y el engaño sistemático. Su labor no se limitó a la denuncia; fue también una afirmación constante del derecho del pueblo a ser informado con veracidad, a ejercer ciudadanía sin miedo, a exigir responsabilidades a los poderosos. En tiempos en que otros preferían el acomodo o la complicidad, Mohme eligió el riesgo. Su legado es una memoria viva, un cimiento sobre el que aún se sostiene no sin dificultades la prensa crítica en el Perú.

La sombra del autoritarismo fujimorista, contra la cual Mohme alzó su voz con valentía, no ha desaparecido. Solo ha mutado. Y la virulencia con la que hoy ciertos sectores arremeten contra La República es prueba clara de que esa batalla no ha terminado. El reciclaje de campañas de difamación, la propagación de noticias falsas, los ataques personalizados contra periodistas incómodos, todo eso forma parte de una estrategia que ya conocemos demasiado bien: desacreditar para controlar, calumniar para silenciar. Así operaron Fujimori y Montesinos desde los sótanos del SIN; así operan hoy quienes usan las redes como trincheras digitales para imponer un discurso único.

No se trata de nostalgia ni de idealización. Se trata de claridad política. Mohme no fue un santo ni un mártir, fue un periodista íntegro en un tiempo de oscuridad, alguien que entendió que la libertad de prensa no es un accesorio ornamental del sistema democrático, sino su núcleo vital. Cuando, en 1996, denunció el cinismo del régimen ante las evidencias de corrupción, no lo hizo por un afán opositor, sino por una convicción democrática profunda. Sus palabras anticiparon la podredumbre que años después los vladivideos pondrían en evidencia: un sistema entero dedicado a comprar silencios, a maquillar crímenes, a aniquilar el pensamiento libre.

Hoy, ese modelo se actualiza. No con maletines llenos de dinero, sino con trolls, bots y campañas digitales de estigmatización. No con canales televisivos comprados, sino con algoritmos que premian la polarización y castigan la crítica. Pero el objetivo es el mismo: disciplinar al periodismo, someterlo a los intereses de quienes temen a la verdad. Por eso resulta urgente reivindicar el ejemplo de Mohme no solo como un homenaje, sino como una guía de acción. Porque la democracia no se defiende sola; necesita voces, necesita coraje, necesita convicción.

La prensa libre no debe agradar. Su deber es incomodar. Y si incomoda, es porque hace bien su trabajo. Por eso, los ataques sistemáticos a medios como La República, lejos de ser un problema aislado, son una amenaza colectiva. No se agrede solo a un periodista; se agrede a la ciudadanía que tiene derecho a saber. No se busca solo callar una voz; se busca establecer un régimen donde la única narrativa posible sea la del poder. Y frente a eso, no hay neutralidad posible.

Gustavo Mohme lo supo bien: sin libertad de prensa, no hay democracia. Lo demás son imitaciones, farsas, decorados. Su legado nos obliga a no callar, a no ceder, a no aceptar como normal lo que es, en el fondo, un intento sistemático de regresión. En tiempos oscuros, su voz aún alumbra. Que sepamos sostenerla.

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