UN VOTO QUE EXPONE LA FRACTURA DEL PODER EN EL PERÚ

El rechazo del Congreso de la República al pedido de Dina Boluarte para viajar al Vaticano y representar al Perú en una ceremonia diplomática de alto perfil no puede ser interpretado únicamente como una negativa administrativa. Se trata, en realidad, de un acto profundamente simbólico que revela con claridad el grado de deterioro institucional y la falta de legitimidad política que hoy atraviesan las relaciones entre los poderes del Estado. Con 45 votos en contra, 40 a favor y una abstención, el Congreso evidenció que la figura presidencial, más allá del respaldo formal que pueda otorgarle el orden constitucional, ya no es percibida como un referente legítimo por buena parte del sistema político.

La solicitud de Boluarte, presentada a última hora y durante una semana especialmente delicada para los parlamentarios la semana de representación, fue vista como una provocación más que como un gesto de diplomacia. La reacción de las bancadas que la rechazaron no responde exclusivamente a una oposición mecánica al Ejecutivo, sino a una lectura compartida sobre la ausencia de condiciones políticas, éticas y simbólicas para que la presidenta pueda encarnar una representación nacional en escenarios internacionales. El fondo del conflicto no está en el destino del viaje, sino en la imposibilidad de sostener la imagen de una jefa de Estado que, lejos de unificar, divide.

La falta de consenso para aprobar un viaje protocolar revela también la debilidad de Boluarte en el tablero político. Las bancadas que la apoyaron algunas tradicionales aliadas del Ejecutivo no fueron suficientes para inclinar la balanza a su favor. Y ello no solo dice mucho sobre la precariedad del poder presidencial, sino también sobre la creciente incapacidad del sistema para establecer siquiera mínimos acuerdos. Es la expresión más clara de una democracia que ha dejado de funcionar como tal: donde ya no hay diálogo entre los poderes, sino una guerra abierta, cargada de gestos que apuntan más al desprestigio del adversario que a la resolución de los problemas de fondo.

Desde el Congreso, se apeló a la defensa de la institucionalidad, al respeto por los tiempos parlamentarios y a la necesidad de evitar que la semana de representación —uno de los pocos momentos en que los congresistas cumplen una labor directa con sus electores— sea interrumpida por razones consideradas menores. Pero tras ese discurso hay también un cálculo político evidente: limitar al máximo los espacios de proyección presidencial, evitar que Boluarte sume capital simbólico, y recordarle que su margen de acción, incluso para gestos formales, está reducido a su mínima expresión.

Este episodio, por tanto, no es un hecho aislado. Es parte de una serie de eventos que han ido socavando el ya debilitado equilibrio institucional peruano. Un Ejecutivo sin partido, sin bancada, sin respaldo popular real; y un Congreso fraccionado, capturado por intereses corporativos o de corto plazo, sin una visión clara de país ni liderazgo alternativo. Ambos poderes se anulan mutuamente, pero ninguno ofrece una salida. Y en el medio, una ciudadanía desilusionada, incrédula, que observa con escepticismo cómo las instituciones se degradan mientras sus demandas siguen sin respuesta.

Negarle el viaje a Boluarte fue, para el Congreso, una forma de reafirmar su rol de contrapeso. Pero también fue una manifestación de la ruptura del pacto simbólico que sostiene a una democracia: el que permite, incluso en contextos adversos, que el Estado hable con una sola voz frente al mundo. Al bloquear ese gesto, se reafirma no solo el rechazo a una presidenta, sino también la imposibilidad de que el Perú actual se represente a sí mismo de manera digna. La figura presidencial ha perdido no solo autoridad política, sino también la capacidad de encarnar un proyecto nacional compartido. Y sin esa capacidad, cualquier gesto diplomático se vuelve imposible.

Este episodio deja un mensaje claro: la representación simbólica del Perú está vacía. No porque no existan los protocolos, sino porque ya no hay sujetos legítimos para ejercerla. Y eso, en un país que aún busca cómo reconstruir su confianza institucional, es quizás la señal más grave de todas.


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