CUANDO LA LUZ SE APAGA, PERO LA MIRADA PERSISTE
La muerte de Sebastião Salgado no es solo la pérdida de un fotógrafo excepcional, sino el silenciamiento de una voz que, a través del blanco y negro, gritó las contradicciones más crudas de nuestro tiempo. Su fallecimiento, rodeado de elogios institucionales y homenajes oficiales, obliga a una reflexión incómoda: ¿Cuánto de su legado sobrevivirá como inspiración activa y cuánto será convertido en mera iconografía de museo? Salgado no merece ser reducido a una figura decorativa, y sin embargo, el riesgo existe.
Su biografía parece tallada para la leyenda: el economista que abandonó las cifras para capturar el alma humana, el artista que retrató la miseria sin miserabilismo, el ambientalista que replantó bosques con la misma obstinación con que denunció su destrucción. Pero detrás del relato épico hay un hombre cuya cámara fue tanto un instrumento de documentación como un arma ética. Proyectos como "Éxodos" o "Serra Pelada" no solo mostraban el sufrimiento; lo interrogaban. Sus imágenes de mineros convertidos en sombras bajo el barro o de refugiados atravesando fronteras invisibles no buscaban la compasión fácil, sino la responsabilidad colectiva. Esa radicalidad es la que hoy escasea en un mundo donde el fotoperiodismo lucha por sobrevivir entre la saturación digital y la indiferencia.
Salgado cometió, sin embargo, un pecado imperdonable para cierta ortodoxia artística: creyó en la belleza como herramienta política. Mientras algunos acusaban sus composiciones de "estetizar el dolor", él insistía en que la dignidad de los retratados exigía una mirada que trascendiera el horror. Esa tensión entre lo sublime y lo desgarrador define su obra. En "Genesis", su proyecto más ambicioso, volvió al origen: paisajes vírgenes, comunidades intactas. Pero incluso allí, donde la naturaleza era protagonista, latía una pregunta social: ¿Qué hemos perdido y aún podemos recuperar? Su Instituto Terra, con millones de árboles plantados, demostró que su activismo no se limitaba al simbolismo.
El reconocimiento institucional llegó tarde y temprano a la vez. Premios como el Príncipe de Asturias o los homenajes de Lula validaron su trabajo, pero también lo domesticaron. Salgado se convirtió en un "tesoro nacional" en un Brasil que, irónicamente, sigue devastando la Amazonia que él fotografió. Su malaria contraída en Indonesia y la leucemia que lo mató son metáforas de un cuerpo corroído por los mismos conflictos que documentó. La paradoja es cruel: el hombre que sobrevivió a guerras y hambrunas fue vencido por una enfermedad rara, como si el destino insistiera en recordarnos su singularidad.
Ahora, mientras las galerías se llenan de retrospectivas y los discursos oficiales se suceden, conviene rescatar al Salgado incómodo. Aquel que, al ser preguntado por la explotación en "Serra Pelada", respondió: "No fotografío la pobreza, fotografío al capitalismo". Ese es el legado que importa: no las imágenes enmarcadas, sino la conciencia que despiertan. Su muerte cierra un capítulo, pero su mirada esa que convertía a los invisibles en protagonistas sigue interpelándonos. El mejor homenaje no sería guardar un minuto de silencio, sino actuar con la urgencia que sus fotos exigían. La luz de su cámara se apagó, pero la oscuridad que reveló permanece. Y contra ella, solo queda luchar.
Su biografía parece tallada para la leyenda: el economista que abandonó las cifras para capturar el alma humana, el artista que retrató la miseria sin miserabilismo, el ambientalista que replantó bosques con la misma obstinación con que denunció su destrucción. Pero detrás del relato épico hay un hombre cuya cámara fue tanto un instrumento de documentación como un arma ética. Proyectos como "Éxodos" o "Serra Pelada" no solo mostraban el sufrimiento; lo interrogaban. Sus imágenes de mineros convertidos en sombras bajo el barro o de refugiados atravesando fronteras invisibles no buscaban la compasión fácil, sino la responsabilidad colectiva. Esa radicalidad es la que hoy escasea en un mundo donde el fotoperiodismo lucha por sobrevivir entre la saturación digital y la indiferencia.
Salgado cometió, sin embargo, un pecado imperdonable para cierta ortodoxia artística: creyó en la belleza como herramienta política. Mientras algunos acusaban sus composiciones de "estetizar el dolor", él insistía en que la dignidad de los retratados exigía una mirada que trascendiera el horror. Esa tensión entre lo sublime y lo desgarrador define su obra. En "Genesis", su proyecto más ambicioso, volvió al origen: paisajes vírgenes, comunidades intactas. Pero incluso allí, donde la naturaleza era protagonista, latía una pregunta social: ¿Qué hemos perdido y aún podemos recuperar? Su Instituto Terra, con millones de árboles plantados, demostró que su activismo no se limitaba al simbolismo.
El reconocimiento institucional llegó tarde y temprano a la vez. Premios como el Príncipe de Asturias o los homenajes de Lula validaron su trabajo, pero también lo domesticaron. Salgado se convirtió en un "tesoro nacional" en un Brasil que, irónicamente, sigue devastando la Amazonia que él fotografió. Su malaria contraída en Indonesia y la leucemia que lo mató son metáforas de un cuerpo corroído por los mismos conflictos que documentó. La paradoja es cruel: el hombre que sobrevivió a guerras y hambrunas fue vencido por una enfermedad rara, como si el destino insistiera en recordarnos su singularidad.
Ahora, mientras las galerías se llenan de retrospectivas y los discursos oficiales se suceden, conviene rescatar al Salgado incómodo. Aquel que, al ser preguntado por la explotación en "Serra Pelada", respondió: "No fotografío la pobreza, fotografío al capitalismo". Ese es el legado que importa: no las imágenes enmarcadas, sino la conciencia que despiertan. Su muerte cierra un capítulo, pero su mirada esa que convertía a los invisibles en protagonistas sigue interpelándonos. El mejor homenaje no sería guardar un minuto de silencio, sino actuar con la urgencia que sus fotos exigían. La luz de su cámara se apagó, pero la oscuridad que reveló permanece. Y contra ella, solo queda luchar.
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