EL GABINETE QUE NUNCA FUE

El primer ministro Gustavo Adrianzén ha caído, pero su salida no es una sorpresa, sino el resultado previsible de un gobierno que insiste en improvisar antes que gobernar. La renuncia, forzada por la inminente censura en el Congreso, no es más que el último capítulo de una administración que confunde cambios cosméticos con soluciones reales. La presidenta Dina Boluarte intentó un último movimiento desesperado: cambiar tres ministros para salvar a su premier. Pero el Congreso, con los cálculos fríos de quien sabe que el poder se mide en votos, no se dejó engañar.
El reemplazo de José Salardi por Raúl Pérez-Reyes en Economía fue particularmente revelador. Pérez-Reyes, cuestionado por su gestión en Transportes, no inspira confianza. Su nombramiento parece una burla a la ciudadanía: ¿caso creyeron que un rostro conocido, pero con un historial opaco, calmaría las aguas? Lo mismo ocurrió con Carlos Malaver en Interior, un oficial en retiro que llega sin agenda clara, y César Sandoval en Transportes, cuya designación ni siquiera fue avalada por su propio partido. Estos movimientos no fueron estrategia; fueron parches mal pegados en un gabinete que ya se desmoronaba.  
Fuerza Popular, con su habitual pragmatismo, selló el destino de Adrianzén al sumarse a la censura. No lo hicieron por indignación moral o por los mineros fallecidos en Pataz, sino porque les convino. El cálculo fue simple: apoyar su salida les da más rédito que sostener a un premier debilitado. La tragedia de Pataz fue solo el detonante, no la causa. La verdadera razón de la censura es el desgaste de un gobierno que no logra articular una respuesta coherente a la inseguridad, la crisis económica o la desconfianza ciudadana. Adrianzén pagó por ello, pero el problema es más profundo.  
Ahora se especula con Eduardo Arana como nuevo premier. Su perfil es el de un hombre leal a Boluarte, capaz de defender incluso lo indefendible, como el indulto a Fujimori. Pero la lealtad no basta. Arana, o quien asuma el cargo, enfrentará un Congreso cada vez más hostil, en un año electoral donde los intereses partidarios primarán sobre cualquier agenda de gobierno. Pedirá un voto de confianza, hará las rondas habituales, pero ¿qué puede ofrecer un ejecutivo que ya no tiene credibilidad?  
La caída de Adrianzén no es un reinicio, sino un síntoma. Boluarte sigue atrapada entre la necesidad de legitimidad y su dependencia de un Legislativo que la tolera, pero no la respalda. Los cambios de ministros fueron un intento de simular control, pero el Congreso le recordó que, en este juego, ella no hace las reglas. El Perú merece más que esto: un gobierno que gobierne y un Congreso que legisle, no que negocie censuras como moneda de cambio. Mientras tanto, seguiremos viendo caer premieres, mientras el país se hunde en la misma inercia.

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