El RÁPIDO CONSENSO DE LEÓN XIV
La elección de León XIV como nuevo pontífice ha quedado marcada por un récord: el cónclave más breve en dos siglos. En apenas 25 horas y un minuto, los cardenales sellaron un consenso que, en teoría, reflejaría una Iglesia unida tras su nuevo líder. Pero detrás de esa velocidad histórica, me pregunto si no se esconden preguntas incómodas sobre lo que realmente significa esta unanimidad. ¿Fue un acto de claridad o una capitulación ante presiones que, como siempre, operan entre bastidores?
Robert Prevost, ahora León XIV, no es un desconocido en los círculos vaticanos. Su labor como exobispo de Chiclayo y su perfil moderado lo convertían en una opción segura, un candidato de compromiso en un escenario donde las facciones dentro del Colegio Cardenalicio pujan por imponer su visión. Sin embargo, la rapidez con la que se dio su elección sugiere algo más que simple pragmatismo. Históricamente, los cónclaves exprés han respondido a crisis urgentes o a la necesidad de proyectar estabilidad frente al mundo. En este caso, me atrevo a sospechar que pesó más lo segundo: una urgencia por cerrar filas ante una institución que, en los últimos años, ha visto erosionada su autoridad moral.
Comparado con sus predecesores, el nuevo papa logró lo que otros no pudieron en décadas. Superó incluso a Pío XII, cuyo nombramiento en 1939 tomó tres votaciones en dos días. Pero aquí radica mi escepticismo. La Iglesia del siglo XXI no es la de mediados del XX. Hoy enfrenta divisiones profundas: entre conservadores y reformistas, entre quienes piden transparencia y quienes defienden el secretismo, entre los que ven en el Sur global el futuro del catolicismo y los que aún se aferran al eurocentrismo. Que todas estas tensiones hayan sido zanjadas en poco más de un día no me parece un triunfo de la concordia, sino un síntoma de que algo no se ha debatido lo suficiente.
El Vaticano ha insistido en que la celeridad demuestra "armonía". Pero la historia eclesiástica nos enseña que los consensos acelerados suelen ser superficiales. Juan Pablo I, por ejemplo, fue elegido en 1978 como una figura conciliadora, y su brevísimo pontificado apenas 33 días dejó en evidencia las grietas que el cónclave había preferido ignorar. ¿No estaremos repitiendo el error? León XIV llega con el respaldo numérico, pero no queda claro si su mandato tendrá el respaldo real de una curia fracturada.
Además, hay un simbolismo preocupante en esta elección. Que un papa peruano aunque nacionalizado estadounidense sea elegido tan rápido podría leerse como un guiño a América Latina, región que alberga al 40% de los católicos del mundo. Sin embargo, me resisto a creer que los cardenales hayan actuado por pura conciencia pastoral. Es más plausible que, ante el desgaste de la Iglesia en Europa y Estados Unidos, hayan optado por un gesto cosmético hacia el Sur, sin comprometerse con cambios estructurales. La prueba será si León XIV desafía el status quo o se limita a administrar el declive.
La fumata blanca del 8 de mayo llegó demasiado pronto. Y cuando algo parece demasiado fácil en la política vaticana, conviene desconfiar. Detrás de este cónclave relámpago no veo un espíritu renovador, sino una estrategia de supervivencia. La Iglesia necesita más que un papa elegido por prisa; necesita uno que enfrente sus contradicciones. Ojalá León XIV demuestre que mi escepticismo está equivocado. Pero hasta entonces, su récord de velocidad me parece menos un motivo de celebración que una señal de que, una vez más, se han preferido las apariencias a la profundidad.
Robert Prevost, ahora León XIV, no es un desconocido en los círculos vaticanos. Su labor como exobispo de Chiclayo y su perfil moderado lo convertían en una opción segura, un candidato de compromiso en un escenario donde las facciones dentro del Colegio Cardenalicio pujan por imponer su visión. Sin embargo, la rapidez con la que se dio su elección sugiere algo más que simple pragmatismo. Históricamente, los cónclaves exprés han respondido a crisis urgentes o a la necesidad de proyectar estabilidad frente al mundo. En este caso, me atrevo a sospechar que pesó más lo segundo: una urgencia por cerrar filas ante una institución que, en los últimos años, ha visto erosionada su autoridad moral.
Comparado con sus predecesores, el nuevo papa logró lo que otros no pudieron en décadas. Superó incluso a Pío XII, cuyo nombramiento en 1939 tomó tres votaciones en dos días. Pero aquí radica mi escepticismo. La Iglesia del siglo XXI no es la de mediados del XX. Hoy enfrenta divisiones profundas: entre conservadores y reformistas, entre quienes piden transparencia y quienes defienden el secretismo, entre los que ven en el Sur global el futuro del catolicismo y los que aún se aferran al eurocentrismo. Que todas estas tensiones hayan sido zanjadas en poco más de un día no me parece un triunfo de la concordia, sino un síntoma de que algo no se ha debatido lo suficiente.
El Vaticano ha insistido en que la celeridad demuestra "armonía". Pero la historia eclesiástica nos enseña que los consensos acelerados suelen ser superficiales. Juan Pablo I, por ejemplo, fue elegido en 1978 como una figura conciliadora, y su brevísimo pontificado apenas 33 días dejó en evidencia las grietas que el cónclave había preferido ignorar. ¿No estaremos repitiendo el error? León XIV llega con el respaldo numérico, pero no queda claro si su mandato tendrá el respaldo real de una curia fracturada.
Además, hay un simbolismo preocupante en esta elección. Que un papa peruano aunque nacionalizado estadounidense sea elegido tan rápido podría leerse como un guiño a América Latina, región que alberga al 40% de los católicos del mundo. Sin embargo, me resisto a creer que los cardenales hayan actuado por pura conciencia pastoral. Es más plausible que, ante el desgaste de la Iglesia en Europa y Estados Unidos, hayan optado por un gesto cosmético hacia el Sur, sin comprometerse con cambios estructurales. La prueba será si León XIV desafía el status quo o se limita a administrar el declive.
La fumata blanca del 8 de mayo llegó demasiado pronto. Y cuando algo parece demasiado fácil en la política vaticana, conviene desconfiar. Detrás de este cónclave relámpago no veo un espíritu renovador, sino una estrategia de supervivencia. La Iglesia necesita más que un papa elegido por prisa; necesita uno que enfrente sus contradicciones. Ojalá León XIV demuestre que mi escepticismo está equivocado. Pero hasta entonces, su récord de velocidad me parece menos un motivo de celebración que una señal de que, una vez más, se han preferido las apariencias a la profundidad.
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