LA DESIGNACIÓN DE EDUARDO ARANA BAJO LA LUPA
El nombramiento de Eduardo Arana como nuevo presidente del Consejo de Ministros no sorprende a quienes han seguido de cerca el juego de influencias en el gobierno de Dina Boluarte. Su perfil un abogado con décadas de experiencia en el Poder Judicial y el Congreso parece, en teoría, el adecuado para navegar la tormenta política que amenaza con hundir a esta administración. Pero detrás del currículum pulcro y los títulos académicos (desde la Universidad Inca Garcilaso de la Vega hasta estudios en Bologna) se esconde una trayectoria salpicada de sombras: llamadas con jueces prófugos, investigaciones preliminares y una lealtad inquebrantable a Boluarte que lo convierte no en un solucionador de crisis, sino en un cómplice de la improvisación.
Arana llega al cargo con un bagaje que mezcla méritos técnicos y contradicciones éticas. Como ministro de Justicia, heredó un sistema penitenciario colapsado con cárceles al 136% de su capacidad y prometió soluciones ambiciosas, como un decreto de urgencia para invertir 3 mil millones de soles en infraestructura. Sin embargo, los resultados fueron tan lentos como opacos. Mientras las celdas seguían reventando de reclusos, su gestión priorizó medidas cosméticas, como la vigilancia electrónica, que apenas aliviaron el problema de fondo. Esta dualidad discurso técnico versus ejecución fallida parece ser una constante en su carrera. Antes de ser ministro, fue asesor clave en el Congreso y el Poder Judicial, pero también testigo (¿o partícipe?) de escándalos como el de "Los Cuellos Blancos del Puerto". Las 180 llamadas con César Hinostroza, el juez fugado a Paraguay, no son un detalle menor: son la prueba de que su red de contactos judiciales está tejida con hilos demasiado gruesos para ignorarlos.
El verdadero desafío de Arana no es gobernar algo que este gabinete ha demostrado incapaz de hacer sino sobrevivir. Asume el cargo en un momento en que la popularidad de Boluarte ronda el 10%, con una presión social y mediática que ya devoró a su predecesor, Gustavo Adrianzén. Su ventaja es clara: conoce los pasillos del poder mejor que nadie y ha sido, según rumores, el "premier en la sombra" desde hace meses. Pero eso también es su condena. No es un renovador; es el rostro de la continuidad de un gobierno que insiste en repetir los mismos errores mientras el país exige cambios. Su designación refleja la estrategia de Boluarte: blindarse con operadores leales, aunque su legitimidad se reduzca a cuatro paredes de Palacio.
Si algo define a Arana, es su capacidad para adaptarse a las crisis sin resolverlas. Hoy, el Perú no necesita un sobreviviente político, sino un estadista. Pero en este juego de sillas musicales donde los ministros caen uno tras otro, lo único seguro es que su paso por la PCM será recordado no por lo que hizo, sino por lo que evitó: la implosión definitiva de un gobierno que ya agoniza. El tiempo dirá si su experiencia jurídica logra estabilizar el barco o si, como Adrianzén, terminará siendo otro peón sacrificado en esta partida de ajedrez mal jugada.
Arana llega al cargo con un bagaje que mezcla méritos técnicos y contradicciones éticas. Como ministro de Justicia, heredó un sistema penitenciario colapsado con cárceles al 136% de su capacidad y prometió soluciones ambiciosas, como un decreto de urgencia para invertir 3 mil millones de soles en infraestructura. Sin embargo, los resultados fueron tan lentos como opacos. Mientras las celdas seguían reventando de reclusos, su gestión priorizó medidas cosméticas, como la vigilancia electrónica, que apenas aliviaron el problema de fondo. Esta dualidad discurso técnico versus ejecución fallida parece ser una constante en su carrera. Antes de ser ministro, fue asesor clave en el Congreso y el Poder Judicial, pero también testigo (¿o partícipe?) de escándalos como el de "Los Cuellos Blancos del Puerto". Las 180 llamadas con César Hinostroza, el juez fugado a Paraguay, no son un detalle menor: son la prueba de que su red de contactos judiciales está tejida con hilos demasiado gruesos para ignorarlos.
El verdadero desafío de Arana no es gobernar algo que este gabinete ha demostrado incapaz de hacer sino sobrevivir. Asume el cargo en un momento en que la popularidad de Boluarte ronda el 10%, con una presión social y mediática que ya devoró a su predecesor, Gustavo Adrianzén. Su ventaja es clara: conoce los pasillos del poder mejor que nadie y ha sido, según rumores, el "premier en la sombra" desde hace meses. Pero eso también es su condena. No es un renovador; es el rostro de la continuidad de un gobierno que insiste en repetir los mismos errores mientras el país exige cambios. Su designación refleja la estrategia de Boluarte: blindarse con operadores leales, aunque su legitimidad se reduzca a cuatro paredes de Palacio.
Si algo define a Arana, es su capacidad para adaptarse a las crisis sin resolverlas. Hoy, el Perú no necesita un sobreviviente político, sino un estadista. Pero en este juego de sillas musicales donde los ministros caen uno tras otro, lo único seguro es que su paso por la PCM será recordado no por lo que hizo, sino por lo que evitó: la implosión definitiva de un gobierno que ya agoniza. El tiempo dirá si su experiencia jurídica logra estabilizar el barco o si, como Adrianzén, terminará siendo otro peón sacrificado en esta partida de ajedrez mal jugada.
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