PROTOCOLO SOBRE URGENCIAS
No deja de sorprenderme la facilidad con la que nuestros gobernantes convierten actos protocolares en prioridades nacionales, mientras problemas reales esperan en un eterno segundo plano. La solicitud de Dina Boluarte para viajar al Vaticano y asistir a la entronización del Papa León XIV es, en sí misma, un gesto rutinario para cualquier jefe de Estado. Pero en el contexto actual un Perú fracturado, con una economía tambaleante y una ciudadanía cada vez más descreída este viaje no es solo innecesario, sino un síntoma más de la desconexión entre el poder y la gente.
Boluarte no viaja sola. Ha invitado al presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, y a la presidenta del Poder Judicial, Delia Espinoza, para que los tres poderes del Estado estén "representados" en la ceremonia. El simbolismo es claro: una imagen de unidad institucional ante el mundo. Pero esa misma unidad brilla por su ausencia en la gestión cotidiana del país. ¿De qué sirve que los tres poderes posen juntos en Roma si en Lima son incapaces de coordinar soluciones a la crisis carcelaria, la inseguridad o la desconfianza en la justicia? La foto será impecable; la realidad, como siempre, quedará fuera de cuadro.
El apuro por obtener la autorización del Congreso antes del 14 de mayo revela otra contradicción. El Estado peruano, usualmente lento en temas urgentes, se moviliza con eficiencia burocrática cuando se trata de un evento internacional. Mientras proyectos de ley contra la corrupción duermen en comisiones, o las regiones abandonadas esperan atención, aquí sí hay celeridad. ¿No debería aplicarse esa misma diligencia a los problemas que realmente afectan a los peruanos? El mensaje es claro: para ciertos sectores del poder, las ceremonias importan más que las soluciones.
No se trata de negar el valor de la diplomacia o la relevancia del Vaticano para un país mayoritariamente católico. Pero una delegación reducida, encabezada quizá por el canciller o el embajador ante la Santa Sede, sería suficiente. En cambio, enviar a los máximos representantes de los tres poderes del Estado es un gasto innecesario de recursos políticos y económicos en un momento en que el país no puede darse esos lujos. ¿Cuánto costará este viaje en pasajes, seguridad y logística? En un país con hospitales sin insumos y escuelas derrumbándose, cada sol gastado en gestos simbólicos debería ser cuestionado.
Lo más preocupante es la normalización de esta dinámica. Los gobiernos pasan, pero la costumbre de privilegiar la forma sobre el fondo persiste. Boluarte, Salhuana y Espinoza regresarán del Vaticano con las manos bendecidas, pero vacías de acciones concretas para quienes más las necesitan. Mientras tanto, el Perú seguirá esperando que sus líderes trabajen aquí, con la misma dedicación que ponen en aparecer allá.
Al final, este viaje no será recordado por su importancia histórica, sino como otro ejemplo de cómo la clase política peruana confunde la representación con el protagonismo. La fe mueve montañas, dicen. Ojalá moviera también a nuestros gobernantes a actuar con la urgencia que el país exige.
Boluarte no viaja sola. Ha invitado al presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, y a la presidenta del Poder Judicial, Delia Espinoza, para que los tres poderes del Estado estén "representados" en la ceremonia. El simbolismo es claro: una imagen de unidad institucional ante el mundo. Pero esa misma unidad brilla por su ausencia en la gestión cotidiana del país. ¿De qué sirve que los tres poderes posen juntos en Roma si en Lima son incapaces de coordinar soluciones a la crisis carcelaria, la inseguridad o la desconfianza en la justicia? La foto será impecable; la realidad, como siempre, quedará fuera de cuadro.
El apuro por obtener la autorización del Congreso antes del 14 de mayo revela otra contradicción. El Estado peruano, usualmente lento en temas urgentes, se moviliza con eficiencia burocrática cuando se trata de un evento internacional. Mientras proyectos de ley contra la corrupción duermen en comisiones, o las regiones abandonadas esperan atención, aquí sí hay celeridad. ¿No debería aplicarse esa misma diligencia a los problemas que realmente afectan a los peruanos? El mensaje es claro: para ciertos sectores del poder, las ceremonias importan más que las soluciones.
No se trata de negar el valor de la diplomacia o la relevancia del Vaticano para un país mayoritariamente católico. Pero una delegación reducida, encabezada quizá por el canciller o el embajador ante la Santa Sede, sería suficiente. En cambio, enviar a los máximos representantes de los tres poderes del Estado es un gasto innecesario de recursos políticos y económicos en un momento en que el país no puede darse esos lujos. ¿Cuánto costará este viaje en pasajes, seguridad y logística? En un país con hospitales sin insumos y escuelas derrumbándose, cada sol gastado en gestos simbólicos debería ser cuestionado.
Lo más preocupante es la normalización de esta dinámica. Los gobiernos pasan, pero la costumbre de privilegiar la forma sobre el fondo persiste. Boluarte, Salhuana y Espinoza regresarán del Vaticano con las manos bendecidas, pero vacías de acciones concretas para quienes más las necesitan. Mientras tanto, el Perú seguirá esperando que sus líderes trabajen aquí, con la misma dedicación que ponen en aparecer allá.
Al final, este viaje no será recordado por su importancia histórica, sino como otro ejemplo de cómo la clase política peruana confunde la representación con el protagonismo. La fe mueve montañas, dicen. Ojalá moviera también a nuestros gobernantes a actuar con la urgencia que el país exige.
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