REFLEXIONES TRAS LA DESPEDIDA A PEPE MUJICA

El adiós a José "Pepe" Mujica ha sido, como todo en su vida, un acto cargado de simbolismo. Miles en las calles, presidentes llegados de medio continente, discursos que mezclaban el dolor con la admiración. Uruguay no solo despide a un expresidente; despide a un ícono, una figura que trascendió la política para convertirse en leyenda. Pero en medio de este duelo colectivo, vale la pena preguntarnos: ¿Qué queda del hombre detrás del mito?  
Mujica fue, sin duda, un líder singular. Su austeridad, su retórica anticonsumista y su vida en una humilde chacra contrastaban con la pompa habitual del poder. Esa coherencia, real o percibida, lo convirtió en un faro para una izquierda global ávida de autenticidad. Sin embargo, reducirlo a un símbolo de modestia es simplificar un legado mucho más complejo. Su gobierno impulsó reformas audaces, la legalización de la marihuana, la acogida de refugiados que hoy son banderas progresistas, pero también dejó tensiones no resueltas: una seguridad pública frágil, un crecimiento económico desigual. ¿Era realmente el "presidente más pobre", como proclamaban los titulares, o un estratega que supo convertir su imagen en capital político? La respuesta, como todo en él, está en matices.  
Su pasado guerrillero, esos 13 años de cárcel y tortura bajo la dictadura, fue otro pilar de su aura. Mujica encarnaba la redención: el exguerrillero que abrazó la democracia sin renunciar a sus ideales. Pero aquí también hay contradicciones. Su defensa de la lucha armada en los 60 y 70, aunque luego matizada, sigue siendo un punto oscuro para quienes sufrieron la violencia de aquellos años. La reconciliación que promovió como presidente fue genuina, pero incompleta; el Uruguay actual sigue dividido entre quienes lo veneran y quienes ven en él a un exterrorista reconvertido. La historia, como siempre, se escribe en plural.  
Lo más llamativo de estos días de duelo no es el homenaje en sí previsible para una figura de su talla sino la forma en que su figura eclipsa cualquier crítica. En vida, Mujica ya era más que un político: un santo secular, un filósofo de barricada cuyas frases se compartían como proverbios. Su muerte lo ha sacralizado definitivamente. Pero canonizarlo es traicionar su esencia. Él mismo rechazaba la idolatría, consciente de sus errores y limitaciones. "Soy un viejo que intenta", solía decir. Esa humanidad, imperfecta y terrenal, es quizás lo que más vale rescatar.  
El peligro de los mitos es que borran las arrugas del retrato. Mujica no fue un mártir ni un mesías, sino un hombre que, desde sus contradicciones, desafió el cinismo de la política moderna. Su grandeza radica en eso: en haber sido, al mismo tiempo, un revolucionario y un pragmático, un idealista y un calculador. Uruguay llora a su "Pepe", pero el mejor homenaje sería recordarlo sin blanquear sus claroscuros. Porque solo así, en esa luz cruda, su ejemplo se vuelve verdadero y, por lo tanto, imitable.  
La caravana fúnebre ya pasó, los discursos se apagaron. Lo que queda es un país que, al mirarse en el espejo de Mujica, debe decidir si quiere ver solo el reflejo que le conviene, o aceptar como él hizo que la coherencia absoluta no existe. Quizás ahí, en esa honestidad incómoda, esté su enseñanza más duradera. 

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