SOLUCIÓN O NUEVO CAPÍTULO DE LA CRISIS
Gustavo Adrianzén presentó su renuncia "irrevocable" a la Presidencia del Consejo de Ministros, un movimiento que muchos esperaban desde hace semanas. Su salida, anunciada en una fría conferencia de prensa, llega en medio de un gobierno debilitado, acosado por escándalos y una popularidad en caída libre. La pregunta no es tanto por qué se fue, sino qué cambia realmente con su partida.
El gabinete de Adrianzén nunca logró estabilidad. Desde su llegada, en un intento por contener la crisis política que arrastra Dina Boluarte, su gestión estuvo marcada por la improvisación y la falta de rumbo. Los recientes cambios ministeriales, más que un reinicio, parecieron un acto de desesperación. Ahora, su renuncia se vende como una solución, un gesto de responsabilidad ante la presión política y social. Pero en un gobierno que ha perdido credibilidad, es difícil creer que un simple cambio de rostro en la PCM resuelva algo.
Boluarte insiste en que su administración sigue adelante, pero cada ajuste en su equipo delata su fragilidad. Adrianzén no era un líder carismático ni un estratega brillante, pero su salida refuerza la imagen de un Ejecutivo a la deriva. Si su renuncia fuera realmente un acto de contrición ante los errores cometidos, quizás tendría algún valor simbólico. Pero en el Perú de los últimos años, los ministros caen como fichas de dominó sin que nada mejore.
Lo más preocupante es que este movimiento parece pensado para ganar tiempo, no para transformar. La presidenta ya busca un reemplazo, pero no está claro qué perfil elegirá: ¿un técnico que intente apuntalar la gestión, o otro operador político que mantenga el statu quo? La historia reciente sugiere que lo segundo es más probable. El problema de fondo no es Adrianzén, sino la falta de un proyecto claro y la erosión constante de la legitimidad de Boluarte.
Hay quienes celebran su renuncia como un triunfo de la presión ciudadana o parlamentaria. Pero en un país acostumbrado al reciclaje de figuras políticas, es ingenuo pensar que esto marca un antes y un después. Los mismos problemas persisten: la desconfianza en las instituciones, la crisis económica que no se atiende con seriedad, la sensación de que el poder se ejerce desde la supervivencia, no desde el servicio.
Adrianzén se va, pero el sistema que lo colocó ahí sigue intacto. Su salida no es un punto final, sino un paréntesis en una crisis que se prolonga desde hace años. Si algo demuestra este episodio es que, en el Perú, cambiar ministros se ha convertido en un ritual vacío, un gesto repetido para aparentar acción mientras el fondo del problema se ignora.
Ojalá esta renuncia sirviera para algo más que dar un respiro temporal al gobierno. Ojalá significara el inicio de una auténtica renovación. Pero la experiencia nos enseña que, en este juego político, los actores cambian, el guion nunca lo hace.
El gabinete de Adrianzén nunca logró estabilidad. Desde su llegada, en un intento por contener la crisis política que arrastra Dina Boluarte, su gestión estuvo marcada por la improvisación y la falta de rumbo. Los recientes cambios ministeriales, más que un reinicio, parecieron un acto de desesperación. Ahora, su renuncia se vende como una solución, un gesto de responsabilidad ante la presión política y social. Pero en un gobierno que ha perdido credibilidad, es difícil creer que un simple cambio de rostro en la PCM resuelva algo.
Boluarte insiste en que su administración sigue adelante, pero cada ajuste en su equipo delata su fragilidad. Adrianzén no era un líder carismático ni un estratega brillante, pero su salida refuerza la imagen de un Ejecutivo a la deriva. Si su renuncia fuera realmente un acto de contrición ante los errores cometidos, quizás tendría algún valor simbólico. Pero en el Perú de los últimos años, los ministros caen como fichas de dominó sin que nada mejore.
Lo más preocupante es que este movimiento parece pensado para ganar tiempo, no para transformar. La presidenta ya busca un reemplazo, pero no está claro qué perfil elegirá: ¿un técnico que intente apuntalar la gestión, o otro operador político que mantenga el statu quo? La historia reciente sugiere que lo segundo es más probable. El problema de fondo no es Adrianzén, sino la falta de un proyecto claro y la erosión constante de la legitimidad de Boluarte.
Hay quienes celebran su renuncia como un triunfo de la presión ciudadana o parlamentaria. Pero en un país acostumbrado al reciclaje de figuras políticas, es ingenuo pensar que esto marca un antes y un después. Los mismos problemas persisten: la desconfianza en las instituciones, la crisis económica que no se atiende con seriedad, la sensación de que el poder se ejerce desde la supervivencia, no desde el servicio.
Adrianzén se va, pero el sistema que lo colocó ahí sigue intacto. Su salida no es un punto final, sino un paréntesis en una crisis que se prolonga desde hace años. Si algo demuestra este episodio es que, en el Perú, cambiar ministros se ha convertido en un ritual vacío, un gesto repetido para aparentar acción mientras el fondo del problema se ignora.
Ojalá esta renuncia sirviera para algo más que dar un respiro temporal al gobierno. Ojalá significara el inicio de una auténtica renovación. Pero la experiencia nos enseña que, en este juego político, los actores cambian, el guion nunca lo hace.
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