UNA BATALLA PERDIDA ENTRE BALAS Y DINAMITAS
Desde hace años, la minería ilegal en el Perú no es solo un problema ambiental o económico, sino una guerra no declarada. El reciente operativo en Sulluscocha, Pataz, donde se incautaron armas, explosivos y herramientas de extracción ilegal, confirma una realidad que muchos prefieren ignorar: la ilegalidad no solo corroe la tierra, sino que se defiende a sangre y fuego. Y mientras el Estado celebra decomisos esporádicos, el crimen sigue creciendo, enquistado en la impunidad y la necesidad de miles que, sin alternativas, se convierten en carne de cañón de mafias mejor armadas que nuestras propias fuerzas del orden.
No es casualidad que entre lo incautado haya fusiles, pistolas y cartuchos de dinamita. La minería ilegal ya no es el trabajo rudimentario de unos cuantos "garimpeiros" con picos y bateas. Es un negocio violento, con estructuras que operan como ejércitos privados. Los tres detenidos con 30 kilos de mineral aurífero o los dos sujetos con armas valorizadas en 16 mil soles no son actores aislados: son la punta del iceberg de una cadena que incluye financiamiento, corrupción y, muy probablemente, vínculos con el crimen organizado. Cuando la PCM anuncia que estos operativos "buscan restablecer el orden", uno no puede evitar preguntarse: ¿qué orden? ¿Acaso alguna vez lo hubo? La provincia de Pataz lleva años sumida en la ley de la selva minera, donde las balas deciden más que las autoridades.
El problema de fondo es la miopía del Estado. Los operativos conjuntos con militares, policías y fiscalía son necesarios, pero insuficientes si solo se limitan a reactivar patrullajes cuando la violencia estalla. La PCM presume de incautaciones, pero calla sobre cómo las mafias rearmaron su poder en meses, cómo burlaron los controles en el Puente Chagual o por qué Sulluscocha sigue siendo un polvorín. Peor aún: no hay una estrategia clara para atacar la demanda. El oro ilegal no se esfuma; fluye hacia mercados formales con cómplices en grandes empresas y gobiernos locales. Mientras no se persiga a los que lavan el mineral, los operativos serán solo teatro.
El caso de Pataz debería ser un parteaguas. No podemos normalizar que la minería ilegal tenga más poder de fuego que las comisarías rurales, ni que la dinamita usada para destruir cerros termine en manos de sicarios. Pero la solución no está en más videos institucionales mostrando armas incautadas, sino en inteligencia financiera, en reformas que limpien las municipalidades cómplices y, sobre todo, en dar alternativas reales a quienes hoy cavan su propia tumba en los socavones. De lo contrario, esto no es el fin de la crisis, sino solo un respiro antes de la siguiente masacre.
No es casualidad que entre lo incautado haya fusiles, pistolas y cartuchos de dinamita. La minería ilegal ya no es el trabajo rudimentario de unos cuantos "garimpeiros" con picos y bateas. Es un negocio violento, con estructuras que operan como ejércitos privados. Los tres detenidos con 30 kilos de mineral aurífero o los dos sujetos con armas valorizadas en 16 mil soles no son actores aislados: son la punta del iceberg de una cadena que incluye financiamiento, corrupción y, muy probablemente, vínculos con el crimen organizado. Cuando la PCM anuncia que estos operativos "buscan restablecer el orden", uno no puede evitar preguntarse: ¿qué orden? ¿Acaso alguna vez lo hubo? La provincia de Pataz lleva años sumida en la ley de la selva minera, donde las balas deciden más que las autoridades.
El problema de fondo es la miopía del Estado. Los operativos conjuntos con militares, policías y fiscalía son necesarios, pero insuficientes si solo se limitan a reactivar patrullajes cuando la violencia estalla. La PCM presume de incautaciones, pero calla sobre cómo las mafias rearmaron su poder en meses, cómo burlaron los controles en el Puente Chagual o por qué Sulluscocha sigue siendo un polvorín. Peor aún: no hay una estrategia clara para atacar la demanda. El oro ilegal no se esfuma; fluye hacia mercados formales con cómplices en grandes empresas y gobiernos locales. Mientras no se persiga a los que lavan el mineral, los operativos serán solo teatro.
El caso de Pataz debería ser un parteaguas. No podemos normalizar que la minería ilegal tenga más poder de fuego que las comisarías rurales, ni que la dinamita usada para destruir cerros termine en manos de sicarios. Pero la solución no está en más videos institucionales mostrando armas incautadas, sino en inteligencia financiera, en reformas que limpien las municipalidades cómplices y, sobre todo, en dar alternativas reales a quienes hoy cavan su propia tumba en los socavones. De lo contrario, esto no es el fin de la crisis, sino solo un respiro antes de la siguiente masacre.
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