EL OCASO POLÍTICO DE VIZCARRA
No debería sorprender a nadie que el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) haya rechazado el recurso de apelación de Martín Vizcarra contra su desafiliación de Perú Primero, el partido que él mismo fundó. La decisión, tomada este 6 de junio, no es más que el último capítulo de una carrera política marcada por la improvisación, los escándalos y una obstinación por el poder que raya en lo patético. Vizcarra, un expresidente con dos inhabilitaciones vigentes una por vacunarse en secreto durante la pandemia y otra por irregularidades en Moquegua, insiste en presentarse como víctima de una conspiración. Pero la realidad es más simple: el sistema, por una vez, está funcionando como debe.
El argumento legal es claro. El Tribunal Constitucional ya estableció que quien está impedido de ejercer cargos públicos no puede militar en partidos políticos. Luis Miguel Cuya, exconsejero regional de Moquegua, solo siguió ese criterio al solicitar la desafiliación. Vizcarra, en cambio, pretende ignorar las reglas que él mismo ayudó a moldear durante su turbio paso por el poder. Su inhabilitación de diez años no fue un capricho, sino la consecuencia de un acto de privilegio grotesco: saltarse la fila de vacunación mientras el país entero luchaba por respirar. ¿Qué legitimidad puede reclamar alguien que, en plena emergencia sanitaria, decidió que su vida valía más que la de los demás?
Pero Vizcarra no se rinde. En un comunicado cargado de retórica victimista, anuncia que llevará su caso hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Alega que todo es una maniobra de los "grupos económicos y políticos" para evitar que el pueblo decida en 2026. La ironía es palpable: el mismo hombre que disolvió el Congreso en 2019 un acto que casi le cuesta una tercera inhabilitación ahora clama por democracia. Su discurso se sostiene sobre una premisa falsa: que él encarna la voluntad popular. Pero los hechos demuestran lo contrario. Su gobierno terminó en destitución, su partido lo expulsa y la justicia lo condena. El pueblo ya decidió, solo que él no quiere escuchar.
Lo más preocupante no es su insistencia, sino el daño que su figura sigue causando al ya frágil sistema político peruano. Vizcarra representa la peor clase de liderazgo: oportunista, carente de autocrítica y empeñado en perpetuarse a costa de lo que sea. Su estrategia es clara: convertir cada fallo en su contra en un show mediático, alimentando la narrativa del perseguido para mantener relevancia. Mientras tanto, el país sigue atrapado en una crisis de representación, donde los mismos nombres desgastados pretenden reciclarse como opciones frescas.
El JNE hizo bien en cerrarle esta puerta. No se trata de persecución, sino de hacer cumplir las reglas. Si Vizcarra quiere ser candidato, que empiece por aceptar sus errores y respetar las sentencias en su contra. Pero eso implicaría un mínimo de decencia, algo que su trayectoria sugiere que no posee. El Perú no necesita más salvadores de opereta. Necesita, urgentemente, dejar atrás a quienes ven la política como un juego personal. Esta vez, al menos, la institucionalidad ha dicho basta. Ojalá sea el principio del fin de un circo que ya dura demasiado.
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