FESTEJOS EN PALACIO

No tengo nada contra los cumpleaños, ni contra los mariachis, ni siquiera contra las cajas chinas en reuniones privadas. Pero cuando quien celebra es una presidenta cuestionada, en medio de una crisis política y social, usando las instalaciones del Estado y rodeada de funcionarios que deberían estar trabajando en resolver los problemas del país, la fiesta deja de ser inocente. El cumpleaños de Dina Boluarte en Palacio de Gobierno no es solo un evento social: es un símbolo de su desconexión con la realidad peruana.  
La celebración, revelada por Cuarto Poder, tuvo todos los elementos de una velada íntima convertida en acto de poder. Ministros, exministros y allegados desfilaron con regalos mientras mariachis animaban la noche. Lo más revelador no fue el menú ni la música, sino la lista de invitados: Gustavo Adrianzén, exprimer ministro que renunció para evitar una censura segura, y Juan José Santiváñez, exministro del Interior destituido por incompetencia, ambos ahora reubicados en cargos públicos. La coincidencia es demasiado clara: en el gobierno de Boluarte, la lealtad se premia con puestos, aunque el desempeño haya sido deplorable.  
Pero lo verdaderamente indignante no es solo el nepotismo disfrazado de celebración, sino el cinismo con el que se maneja la imagen pública. Mientras el país enfrenta una ola de inseguridad, una economía frágil y una ciudadanía cada vez más desencantada, la presidenta organiza fiestas privadas bajo órdenes de no filtrar evidencias. ¿Qué temen que se vea? ¿El lujo en medio de la austeridad que predican? ¿La familiaridad con funcionarios que debieron ser apartados por ineptitud? El secretismo solo confirma que saben que algo ahí no huele bien.  
El colmo de la ironía es que, mientras Boluarte brindaba con sus ministros, el mismo gobierno negaba cualquier trámite de capellanía evangélica tras las críticas por el Papa peruano. Es decir: en privado, festejan; en público, calculan. No hay principios, solo supervivencia política. Esta no es una administración, es un círculo de favores donde los fracasados son reciclados y los críticos, excluidos.  
Al final, el problema no es el pastel ni los mariachis, sino el mensaje que envía una mandataria que gobierna para unos pocos. Cuando la política se reduce a lealtades personales y celebraciones opacas, la democracia se convierte en una farsa. Y en este espectáculo, los únicos que no están invitados somos el resto de los peruanos. 

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