LA MARCHA DEL ORGULLO EN LIMA
Ayer 28 de junio, las calles de Lima se convirtieron en un escenario de resistencia y celebración. Miles de personas, portando banderas arcoíris y consignas de lucha, recorrieron Jesús María en la Marcha del Orgullo 2025. El evento, que partió del Campo de Marte, no solo fue una fiesta de colores, sino también un recordatorio crítico de las desigualdades que persisten. A pesar del frío y las restricciones municipales, la comunidad LGTBIQ+ demostró, una vez más, que su presencia en el espacio público es imparable. Sin embargo, detrás de la euforia, quedaron en evidencia las contradicciones de un país que celebra la diversidad en las calles pero la niega en las leyes.
El contexto de esta edición fue particularmente adverso. Los organizadores señalaron que la marcha no solo conmemoraba la diversidad, sino que también protestaba contra el retroceso en derechos civiles. La denuncia fue clara: mientras el Estado peruano se ufanaba de autorizar el recorrido, simultáneamente promovía iniciativas legislativas que vulneraban la dignidad de la comunidad trans. La llamada "Ley de Baños", el decreto que patologiza las identidades trans y el proyecto que censura expresiones artísticas fueron solo algunos ejemplos de esta esquizofrenia institucional. Resulta paradójico que, en pleno siglo XXI, aún se debatan normas que reducen a las personas a categorías médicas o que las excluyen de espacios básicos como un servicio higiénico.
La conferencia de prensa previa, realizada el 19 de junio, dejó en claro que la marcha no era un mero acto simbólico. Activistas como François Rojas y Tilsa Vásquez, junto a figuras públicas como Susel Paredes, expusieron cómo el discurso de inclusión choca con una realidad legislativa hostil. Declarar "persona no grata" al Ministerio de Salud por su decreto discriminatorio fue un gesto potente, pero insuficiente. La crítica aquí es evidente: las instituciones peruanas siguen operando bajo lógicas arcaicas, donde la diversidad se tolera en el papel pero se reprime en la práctica.
El recorrido mismo de la marcha reflejó esta tensión. Aunque la Municipalidad de Lima otorgó los permisos y se coordinó con la ATU para garantizar la seguridad, lo cierto es que estas medidas palidecen frente a la falta de políticas sustanciales. ¿De qué sirve desviar el tránsito por un día si, al siguiente, una persona trans puede ser arrestada por usar un baño? La ironía es dolorosa: el mismo Estado que facilitó el cierre de calles para la fiesta es el que niega derechos básicos a quienes la protagonizaron.
Históricamente, la marcha ha evolucionado desde aquel plantón de 26 personas en 1995 hasta convertirse en un evento masivo. Pero este crecimiento numérico no se ha traducido en avances legales proporcionales. La primera protesta documentada, liderada por tres mujeres trans en 1978, exigía protección contra la violencia policial. Casi cinco décadas después, esa demanda sigue vigente. La crítica aquí es ineludible: el Perú ha normalizado la celebración de la diversidad como espectáculo, pero no como derecho.
El balance de la Marcha del Orgullo 2025 es, por tanto, ambivalente. Por un lado, consolidó a Lima como una ciudad capaz de albergar manifestaciones plurales. Por otro, dejó al descubierto la hipocresía de un sistema que aplaude el arcoíris en junio pero lo ignora en julio. La verdadera prueba para el Estado no está en autorizar recorridos, sino en derogar leyes discriminatorias. Mientras eso no ocurra, el orgullo seguirá siendo, más que una fiesta, un acto de resistencia.
Comentarios
Publicar un comentario