LA REALIDAD DE LA COMUNIDAD LGBTIQ+ PERUANA
Vivimos en una época que se jacta de progreso, de avances en derechos humanos, de discursos políticamente correctos que se repiten en foros internacionales y en declaraciones gubernamentales. Pero cuando se trata de la comunidad LGBTIQ+ en el Perú, esas promesas suenan huecas. La igualdad sigue siendo un privilegio negado, la dignidad un lujo que muchos no pueden permitirse. Detrás de la fachada de tolerancia, persiste una violencia sistemática, alimentada por el machismo, el conservadurismo religioso y una institucionalidad que prefiere mirar hacia otro lado.
No hablo de casos aislados, sino de un patrón estructural que se refleja en cifras escalofriantes. Entre 2020 y 2023, 54 personas LGBTIQ+ fueron asesinadas en el Perú, según el Observatorio de Derechos TLGBI de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. De ellas, 30 eran mujeres trans, 23 hombres gay y una mujer lesbiana. Cada número es una vida truncada, un nombre que alguien olvidará pronunciar, un rostro que la justicia no se molestará en recordar. Pero los crímenes de odio son solo la punta del iceberg. La discriminación se filtra en las aulas, en los centros de salud, en los lugares de trabajo, en las calles donde una mirada puede convertirse en una amenaza.
El Estado peruano ha sido cómplice por omisión. No existe un registro oficial sistemático de crímenes de odio, no hay leyes que reconozcan plenamente la identidad de género, no hay matrimonio igualitario, no hay políticas públicas que protejan de manera efectiva a esta comunidad. Peor aún: cuando el aparato estatal ignora, cuando los legisladores se niegan a actuar, cuando la policía no investiga con la debida diligencia, están enviando un mensaje claro: algunas vidas importan menos.
La violencia contra la comunidad LGBTIQ+ no es casual ni espontánea. Es un mecanismo de control social, una forma de castigar a quienes desafían la norma heterosexual y cisgénero. Pero también es un arma política. Sectores conservadores, muchos de ellos vinculados a grupos religiosos, han instrumentalizado el odio para ganar adeptos, para polarizar, para justificar su agenda retrógrada.
Los discursos de odio proliferan en medios de comunicación y redes sociales, normalizando la exclusión y legitimando la violencia. La Defensoría del Pueblo ha alertado sobre esto, pero el Código Penal peruano sigue sin sancionar específicamente estos mensajes. No es un vacío legal, es una omisión deliberada. Cuando un político llama a "proteger a la familia tradicional" o cuando un predicador demoniza a las personas trans, no están ejerciendo libertad de expresión, están incitando al odio. Y ese odio, tarde o temprano, se traduce en golpes, en insultos, en cadáveres.
El caso de Azul Rojas Marín es emblemático. Una mujer transgénero torturada y violada por agentes policiales en 2008. La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Perú por este crimen, pero ¿Cuántas Azules más tendrán que sufrir antes de que el Estado actúe? La sentencia fue un hito, pero las recomendaciones de la Corte siguen sin implementarse en su totalidad.
Uno de los mayores obstáculos para la justicia es la falta de tipificación específica de los crímenes de odio en el Código Penal. El Decreto Legislativo N.º 1323, de 2017, incorporó la orientación sexual e identidad de género como agravantes, pero eso no basta. Sin una categoría jurídica clara, muchos de estos delitos se procesan como homicidios comunes, borrando su verdadera motivación: el prejuicio.
Organizaciones como PROMSEX han documentado cómo las personas trans enfrentan barreras incluso para obtener un DNI que refleje su identidad. El 87% de ellas no lo consigue, según un informe de 2021. Los trámites son largos, costosos y arbitrarios, sometiéndolas a un laberinto burocrático que refuerza su exclusión.
La educación, que debería ser un antídoto contra la discriminación, sigue siendo un campo de batalla. La mera mención del enfoque de género en el currículo escolar desató una ola de histeria conservadora con el lema "Con mis hijos no te metas". El resultado: una generación creciendo sin herramientas para entender la diversidad, perpetuando estereotipos que luego se traducen en bullying, en suicidios, en violencia.
Frente a este panorama, la comunidad LGBTIQ+ peruana no se ha quedado quieta. Marchas, colectivos, litigios estratégicos, campañas de visibilidad: cada gesto de resistencia es un acto de valentía. Pero no deberían tener que luchar solos. El Estado tiene la obligación de garantizar sus derechos, no como un favor, sino como un deber.
La Opinión Consultiva OC-24/17 de la Corte Interamericana es clara: los Estados deben reconocer los derechos de las parejas del mismo sexo y proteger la identidad de género. Perú, como firmante de la Convención Americana, no puede seguir evadiendo su responsabilidad.
Necesitamos leyes que tipifiquen los crímenes de odio, políticas públicas con enfoque de diversidad, educación que enseñe a respetar en lugar de discriminar. Pero, sobre todo, necesitamos una sociedad que deje de naturalizar el miedo. Porque vivir con miedo no es vivir. Y resistir con orgullo no debería ser una hazaña, sino un derecho.
Mientras escribo esto, alguien más está siendo insultado por su forma de amar, alguien más está siendo despedido por su identidad, alguien más está siendo golpeado por existir. El Perú no será verdaderamente libre hasta que todas esas personas puedan caminar sin miedo, hasta que sus muertes dejen de ser estadísticas para convertirse en memorias dignas de justicia.
La violencia contra la comunidad LGBTIQ+ no es casual ni espontánea. Es un mecanismo de control social, una forma de castigar a quienes desafían la norma heterosexual y cisgénero. Pero también es un arma política. Sectores conservadores, muchos de ellos vinculados a grupos religiosos, han instrumentalizado el odio para ganar adeptos, para polarizar, para justificar su agenda retrógrada.
Los discursos de odio proliferan en medios de comunicación y redes sociales, normalizando la exclusión y legitimando la violencia. La Defensoría del Pueblo ha alertado sobre esto, pero el Código Penal peruano sigue sin sancionar específicamente estos mensajes. No es un vacío legal, es una omisión deliberada. Cuando un político llama a "proteger a la familia tradicional" o cuando un predicador demoniza a las personas trans, no están ejerciendo libertad de expresión, están incitando al odio. Y ese odio, tarde o temprano, se traduce en golpes, en insultos, en cadáveres.
El caso de Azul Rojas Marín es emblemático. Una mujer transgénero torturada y violada por agentes policiales en 2008. La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Perú por este crimen, pero ¿Cuántas Azules más tendrán que sufrir antes de que el Estado actúe? La sentencia fue un hito, pero las recomendaciones de la Corte siguen sin implementarse en su totalidad.
Uno de los mayores obstáculos para la justicia es la falta de tipificación específica de los crímenes de odio en el Código Penal. El Decreto Legislativo N.º 1323, de 2017, incorporó la orientación sexual e identidad de género como agravantes, pero eso no basta. Sin una categoría jurídica clara, muchos de estos delitos se procesan como homicidios comunes, borrando su verdadera motivación: el prejuicio.
Organizaciones como PROMSEX han documentado cómo las personas trans enfrentan barreras incluso para obtener un DNI que refleje su identidad. El 87% de ellas no lo consigue, según un informe de 2021. Los trámites son largos, costosos y arbitrarios, sometiéndolas a un laberinto burocrático que refuerza su exclusión.
La educación, que debería ser un antídoto contra la discriminación, sigue siendo un campo de batalla. La mera mención del enfoque de género en el currículo escolar desató una ola de histeria conservadora con el lema "Con mis hijos no te metas". El resultado: una generación creciendo sin herramientas para entender la diversidad, perpetuando estereotipos que luego se traducen en bullying, en suicidios, en violencia.
Frente a este panorama, la comunidad LGBTIQ+ peruana no se ha quedado quieta. Marchas, colectivos, litigios estratégicos, campañas de visibilidad: cada gesto de resistencia es un acto de valentía. Pero no deberían tener que luchar solos. El Estado tiene la obligación de garantizar sus derechos, no como un favor, sino como un deber.
La Opinión Consultiva OC-24/17 de la Corte Interamericana es clara: los Estados deben reconocer los derechos de las parejas del mismo sexo y proteger la identidad de género. Perú, como firmante de la Convención Americana, no puede seguir evadiendo su responsabilidad.
Necesitamos leyes que tipifiquen los crímenes de odio, políticas públicas con enfoque de diversidad, educación que enseñe a respetar en lugar de discriminar. Pero, sobre todo, necesitamos una sociedad que deje de naturalizar el miedo. Porque vivir con miedo no es vivir. Y resistir con orgullo no debería ser una hazaña, sino un derecho.
Mientras escribo esto, alguien más está siendo insultado por su forma de amar, alguien más está siendo despedido por su identidad, alguien más está siendo golpeado por existir. El Perú no será verdaderamente libre hasta que todas esas personas puedan caminar sin miedo, hasta que sus muertes dejen de ser estadísticas para convertirse en memorias dignas de justicia.
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