NEGLIGENCIA Y DESINFORMACIÓN

El hallazgo del cuerpo de la alférez Ashley Vargas en el fondo del mar de Paracas, aún sujeto a su asiento en la cabina del avión KT-1P, no solo cierra un capítulo de angustia para su familia, sino que expone con crudeza las fallas sistémicas de una institución que prefiere el descargo rápido a la autocrítica. La narrativa oficial insiste en que el sistema de eyección no falló, que los cartuchos no estaban vencidos, que la responsabilidad recae en una acción no ejecutada por la piloto. Pero esta versión, repetida con tono de conclusión técnica, ignora preguntas incómodas: ¿por qué una joven destacada, primera de su promoción, no activó un mecanismo diseñado para salvarle la vida? ¿Realmente es plausible reducir todo a "error humano" cuando las condiciones logísticas y de supervisión están bajo sospecha?  
La Marina y la Fuerza Aérea han sido diligentes en detallar el estado de los paracaídas desprendidos por el impacto, los asientos dañados, la vigencia de los explosivos. Sin embargo, hay una omisión deliberada en contextualizar estos datos. Un avión que se desintegra al chocar con el mar sugiere una velocidad y una trayectoria que, en cualquier protocolo serio, deberían analizarse más allá del "impacto fortuito". Que los velámenes se hayan separado del cabezal no explica por qué Vargas no intentó eyectarse, si es que tuvo tiempo de reaccionar. Aquí la institución militar opera bajo un sesgo confirmatorio: asume que, como el mecanismo no se activó, la culpa es de quien no lo accionó. Pero no aborda si hubo fallas previas técnicas o de entrenamiento que impidieron esa acción. El geolocalizador inactivo en su bolsillo, por ejemplo, no es un detalle menor: ¿por qué un dispositivo crítico depende de una activación manual en una emergencia que puede dejar segundos de reacción?  
Más revelador aún es el silencio sobre las carencias logísticas. Helicópteros adaptados para rescate, aeronaves insuficientes, equipos que no cumplen estándares internacionales para operaciones SAR. La FAP menciona "transparencia", pero no explica por qué una piloto en formación realizaba un vuelo solitario sin redundancias de seguridad más robustas. Y mientras las autoridades descartan que los cartuchos estuvieran vencidos apelando a fechas de inspección futuras, nadie responde si esos mismos componentes fueron verificados antes del despegue. La prisa por deslindar responsabilidades institucionales es evidente.  
El comunicado de la FAP habla de "reflexión profunda", pero hasta ahora solo ha habido justificación. Reflexionar implicaría admitir que un sistema que permite que una de sus mejores elementos muera atrapada en una cabina tiene grietas estructurales. Que no basta con culpar a la víctima porque su mano no alcanzó la argolla. Ashley Vargas merece más que un "cierre de capítulo": exige una investigación independiente que no se conforme con el homicidio culposo como coartada para no mirar al espejo. Su muerte no es solo un accidente; es un síntoma de cómo las instituciones militares peruanas sacrifican la excelencia en el altar de la improvisación. 

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