LIBERTAD CONDICIONAL Y PRISIÓN PERPETUA
La justicia peruana vuelve a ser noticia, y no precisamente por su ejemplaridad. Esta semana, la liberación de Martín Vizcarra y Betssy Chávez, dos figuras emblemáticas de la reciente crisis política, no ofrece un motivo de celebración, sino que expone con crudeza la arbitrariedad y la politización que corroen nuestro sistema judicial. Observo estos vaivenes carcelarios no como triunfos del Estado de derecho, sino como síntomas de una enfermedad más profunda: la justicia como herramienta de la coyuntura, aplicada con severidad selectiva y criterios que poco tienen que ver con la imparcialidad.
La imagen de un expresidente saliendo de Barbadillo, sonriente y vitoreado, tras veinte días de una prisión que él mismo califica de ilegal, es elocuente. Vizcarra relata experiencias de hacinamiento, frío y traslados injustificados a zonas de alto riesgo sanitario. Si su relato es fiel a la realidad, describe condiciones indignas que ningún ser humano debería padecer, preso o no. La corte que ordena su excarcelación argumenta que la Fiscalía no cumplió con sustanciar los requisitos para una prisión preventiva prolongada. Esto, en un país serio, sería un baldón para los fiscales que impulsaron la medida. Aquí, sin embargo, se normaliza como un movimiento más en el tablero. Su liberación no absuelve su desempeño gubernamental, ni mucho menos; simplemente evidencia que el sistema acusatorio opera a menudo con una premura más política que jurídica, utilizando la prisión preventiva no como una medida excepcional, sino como un castigo anticipado y una forma de desgaste mediático.
El contrapunto, igualmente revelador, lo ofrece el caso de Betssy Chávez. Su excarcelación no llegó por una evaluación de fondos, sino por una cuestión de plazos: el Tribunal Constitucional sentenció que el Ministerio Público se excedió en el tiempo para solicitar la ampliación de su prisión, convirtiendo su detención en arbitraria. El fallo es contundente al señalar que una detención de este tipo es ilegítima “así haya transcurrido una hora, un día o una semana”. Sin embargo, su libertad es un respiro fugaz. Apenas sale, se enfrenta a una nueva audiencia que busca encarcelarla por otros dieciocho meses por el mismo caso. Este ciclo perverso sugiere que el sistema no está interesado en juzgar, sino en retener. La prisión preventiva se ha desvirtuado por completo, dejando de ser un recurso para garantizar un proceso para convertirse en el proceso mismo, un limbo donde los imputados languidecen mientras la justicia se toma su tiempo, o lo que es peor, espera instrucciones.
Al colocar estas dos situaciones en paralelo, se dibuja un panorama desolador. No se trata de defender la inocencia de Vizcarra o Chávez, sino de denunciar un modus operandi judicial que depende de la persona, del momento político y del capricho de quien ejerce temporalmente el poder. Es un sistema donde la cancha se inclina según los vientos de turno, donde los plazos se estiran o se encogen de manera conveniente y donde la prisión preventiva es un arma arrojadiza. Esta inconsistencia no fortalece la lucha anticorrupción; por el contrario, la debilita y la desacredita, porque la vuelve de la persecución política. Al final, los únicos condenados somos los ciudadanos, forzados a presenciar cómo la institución que debería ser el pilar de nuestra democracia se reduce a un espectáculo de inconsistencia y parcialidad que erosiona, día a día, cualquier atisbo de fe en la justicia.

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